Séptimo arte
¿Habéis visto “El diablo se viste de Prada”? Yo la vi hace años, pero hasta que no he escuchado la versión original no he podido comprender lo bien puesto que está el título y lo bien escogidas que están las canciones de la banda sonora. Me explico: en cuanto a las canciones, un ritmo trepidante para los acontecimientos: desfiles, fiestas, todos corriendo en la redacción de la revista “Runway” (un excelente título, por cierto), una música que no te deja pensar y te envuelve en la vertiginosa velocidad a la que todos tienen que reaccionar ante Miranda, la jefa, el diablo en persona. En cuanto al resto, una música suave, un bossa nova que es resbaladizo y hace que los sentidos se erijan en general en jefe de la voluntad, llevando a la protagonista a tomar las peores decisiones en los momentos más críticos.
La excelente interpretación de Meryl Streep como Miranda, de
apellido Priestley, un nombre parlante en tanto que Miranda en latín significa “la
que ha de ser admirada” y el apellido tiene la palabra priest, que significa
sacerdote en inglés, convirtiendo al personaje, en una suma sacerdotisa de la
moda que marca tendencia y con el despotismo que la hace ser temida por todos y
cada uno de sus fieles empleados. Es significativo que su voz bisbisea siempre
en tonos bajos, como la serpiente del Edén cuando sedujo a aquella incauta Eva,
prometiéndole algo que no podría darle jamás. Así consigue seducir a quienes se
acercan a ella, llegando a conseguir que se traicionen entre sí, creyendo que
están haciendo un bien, inconscientes de las consecuencias de sus decisiones.
Una no menos excelente Anne Hathaway encarna Andrea, la
recién llegada a la empresa, que cae obnubilada por las marcas de ropa, los
maquillajes, las tendencias y los famosos que aparecen en todas las fiestas y
desfiles. Es la típica polilla que se acerca demasiado a la luz y que ya
sabemos cómo termina.
Creo que esa película es, literalmente, un retrato de
nuestro tiempo. Las modas, las marcas, los flashes de las cámaras y las luces
de colores nos ciegan al mismo tiempo que nos engañan para que creamos que todo
eso es verdad y fácil de conseguir si hacemos lo que nos piden. Todas las
poses, las mentiras de cara a la galería que se presentan en ese escaparate
mundial que es internet en sus múltiples redes sociales, son auténticas telas
de araña que atrapan a los incautos que piensan que “ellos controlan”, cuando
en realidad solamente son presas fáciles para las grandes multinacionales de
venta de datos y de cosas innecesarias e inútiles que nos morimos por tener nada
más verlas.
Miranda es una verdadera víctima de la moda, que ha elegido
ser el personaje que presenta ante la empresa, los medios de comunicación y el
mundo en general, pero que acumula divorcios, tiene dos hijas a las que malcría
porque apenas ve y que es incapaz de poner fin a esa espiral en la que vive y
que la consume sin que se dé cuenta (o quizás sí).
Su antagonista, Andrea, es una joven que busca en su empleo el
trampolín para ser periodista, pero cae presa de la vanidad y de la
superficialidad que la rodea. No estoy contra el mundo de la moda, todo lo
contrario, pero, como todos los negocios, tienen dos caras. Como ritual de
iniciación, la joven cambia su modo de vestir, de maquillarse, incluso su modo
de relacionarse con los demás. Aprende rápido y consigue un magnífico viaje a
París por el que paga un precio demasiado alto. La cruda realidad será quien la
despierte de golpe, como suele suceder, y la lleve a darse cuenta de lo que de
verdad importa. Por desgracia, a casi todos nos ocurre eso también y solamente
cuando nos damos de bruces con el suelo, o con la pared -cada uno elige la
pared con la que estrellarse-, la cabeza vuelve a su lugar y nos toca ponernos
y poner cada cosa -y cada persona- en su sitio. Todos tenemos cantos de sirena
alrededor, que nos cuentan lo buenos que somos en lo nuestro, el estilazo que
tenemos, y mil poemas más que nos tocan el punto más flaco que tenemos: la
vanidad, ese ego que se infla como aquel sapo de la fábula, que pretendía ser
tan grande como un buey y, de tanto hincharse, estalló como un globo.
Me encanta el cine. No solamente porque es “ars gratia
artis” (el arte por el arte), como reza el lema de la Metro Goldwyn Meyer,
sino porque siempre podemos extraer muchas enseñanzas (para bien y para mal),
además de divertir, emocionar y hacernos pasar un excelente tiempo frente a la
pantalla. Siempre es mejor verlas en versión original, porque el doblaje, por
bueno que sea, es incapaz de conservar todo el significado de los diálogos en inglés
en este caso (el tono de Streep es impagable).
Hoy ha tocado la re-visión de esta película. No sé las que
vengan después, pero me ha encantado re-encontrarme con el universo de la moda,
con esa visión tan ácida, divertida y trágica a la vez que me han hecho
compararla con la vida que hoy, tantos años después, ha cambiado tan poco. La
película acaba… No. No voy a destrozar el final, no sea que haya alguien que no
la haya visto aún. Ánimo y a verla, a divertirse y a pensar un poco en lo que
nos dice a cada uno, desde la música hasta los más pequeños detalles del
decorado, enfoque, iluminación, en suma, de todo el universo que forma una
película.
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