31 de diciembre

Mi alma se mece escuchando una hermosa versión de “Have yourself a Merry Little Christmas” por Ray Chen y Julien Quentin. Hace tiempo, cuando la escuché por primera vez y en las sucesivas, lo más habitual es que las lágrimas subiesen raudas y veloces a mis ojos porque esa melodía me traía al presente todas las ausencias que ya formaban huecos importantes en mi existencia. Llegaba la Navidad, la fiesta familiar por excelencia, pero había demasiadas sillas vacías en la mesa y en mi vida, demasiados recuerdos de tiempos que mi memoria adornaba y edulcoraba para hacerlos aún mejor de lo que fueron, lo cual convertía esos espacios en agujeros negros del tamaño del universo.

Con la ayuda inefable e inestimable de Dios se han rellenado los vacíos existenciales con el porqué y el “paraqué” de su amor inagotable, que me ha ido guiando en estos años a través de las inevitables pérdidas en todos los aspectos de mi vida: de funerales a desapegos inexplicables con las consiguientes desapariciones. Todo está bien. Todo es para bien y es como tiene que ser, porque no soy yo quien se encarga de que el universo continúe en su inexorable expansión ni de que la vida siga su curso. Todo tiene una causa primera que lo originó todo, incluso el “big bang”, y que es el que, conociendo nuestra naturaleza, permitió que fuésemos tan libres que incluso podemos darle la espalda y vivir como si Él no existiese.

Se termina un año y, como no podía ser de otra manera, de nuevo estoy en las teclas. No pienso hacer balance, no voy a enumerar bondades, maldades y medio-pensionistas del año que acaba. Para quien me conozca un poco no le sonará a novedad que dé gracias a Dios por trescientos sesenta y seis días (este ha sido bisiesto, no lo olvidéis) que van a ser convenientemente doblados y guardados en mi mochila existencial. Gracias por tanto, Señor; gracias por cada milagro que me has regalado en este año, porque todos los días he tenido varios en diferentes modelos, tamaños, colores y lugares. Gracias siempre.

También te pido perdón, porque, si Tú me has regalado milagros a manos llenas, yo te he correspondido con meteduras de pata a granel, de todos los tamaños, colores, modelos y con todo tipo de personas. Gracias, perdón y ayúdame más, porque soy más que dura de mollera y no hay forma de que aprenda. Gracias por todas las veces que me has tendido la mano para levantarme del suelo, me has sacudido los pantalones para quitarme el polvo del suelo, me has dicho eso de “sana, sana, culito de rana…”, me has dado un beso en la frente y me has soltado de nuevo en el mundo, para que siguiera haciendo todo lo posible por llevarte a cuantos más, mejor. Así, una vez, dos, tres… No te cansas de arreglarme ni de remendar mi alma. No te cansas de mí. Nunca. Y yo no tengo con qué agradecer tantos desvelos, tanta gracia, tantos dones … Solo puedo entregarte lo que tengo: mis ganas de ser mejor, mi empeño por aprender, mi lucha conmigo misma y, sobre todo, el amor que me has enseñado a compartir con los demás y mi vida entera, que te entrego una vez más. Hágase tu voluntad siempre, pero ayúdame a aceptarla y a ponerla en práctica, porque sola no voy ni a la esquina.

Se va el año 2024. Buen viaje lleve, porque ha sido un camino recorrido de tu mano, lleno de dones, de conocimiento, de avance y, más que nada, de aprendizaje, como están siendo todos los años desde que me ofreciste la posibilidad de retomar los libros. Omnia in bonum, Domine. Da quod iubes et iube quod vis.

Comentarios

  1. Qué profunda y bonita reflexión, conforme la iba leyendo calaba en lo más profundo de mi ser haciendo que yo hiciera mi propia reflexión sobre todo lo que expresabas, y a la vez valorando la importancia de la presencia de Dios en mi vida.

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