Desafiando la gravedad
Hay una maravillosa y difícil canción en el musical “Wicked” que se titula “Defying gravity” (desafiando la gravedad). En ella, una bruja decide dejar de seguir las reglas impuestas por un mago y, literalmente, probar sus instintos y desafiar la gravedad; en una palabra: volar, volar lejos de todos y de todo, ser su propia dueña y quien da las órdenes en su vida.
Parecida es otra canción de otro musical (“Yentl”), titulada
“Where is it written?” en la que la protagonista se pregunta dónde está escrito
lo que ella debe ser en la vida, por qué ha de buscar marido y dedicarse a las
tareas del hogar cuando lo que en realidad quiere hacer, su vocación, es
aprender cada vez más sobre la ley judía, discutir con los rabinos la Torah y
ser una intelectual en la Polonia del siglo XIX.
Una y otra muestran las dificultades a las que
históricamente nos hemos tenido que enfrentar las mujeres que hemos querido
salirnos del camino establecido por otros para nosotras, en una palabra: ser
nosotras mismas. Absolutamente imperfectas, sí, como todo el mundo, pero
perfectamente capaces de llegar hasta donde nos propongamos siempre y cuando la
naturaleza nos haya dotado de las necesarias cualidades para ello (por ejemplo,
todas no podemos ser deportistas de élite o ingenieras aeroespaciales, ni todas
valemos para maestras o músicas).
Sin embargo, hay un lugar y una “carrera” que jamás hemos
tenido prohibida las mujeres (y tampoco los hombres, que conste): la santidad.
Desde que los católicos hemos recibido el bautismo estamos llamados a ser
santos, a ser la mejor versión posible de cada uno siguiendo las huellas que
nos marcó Cristo cuando estuvo por esta tierra, haciendo el bien, curando enfermos,
poseídos, perdonando pecados y demostrando que la única manera de cambiar el
mundo es desde el corazón, es decir, amando a fondo perdido a toda persona que
se cruce en nuestro camino. ¿Difícil? Sí, mucho. Pero, hasta donde yo sé, difícil
e imposible no son sinónimos, por tanto, cabe la posibilidad de llegar hasta la
meta. Contamos con la ayuda segura de Él en nuestro camino, siempre que se la
pidamos.
Hoy celebramos el día de Todos los Santos, de los que no
aparecen citados en el calendario: esa ingente multitud que ya está junto a
Dios, disfrutando de su Amor infinito y ayudándonos en aquello que les pedimos.
Porque los santos están para eso también: para que nos encomendemos a ellos y les
presentemos los problemas, las necesidades de cada día para que, desde su
situación junto al Creador, puedan interceder por nosotros basándose en los
méritos que ellos han obtenido y les han concedido esa plaza en el cielo junto
al Señor. También están para que les contemos todo lo bueno que nos ha pasado,
porque se alegrarán con nosotros y con el mismo Dios.
Decía un gran santo que para alcanzar la santidad no hay que
hacer cosas raras. Nada es más cierto, porque yo conozco a más de uno que
seguro que ya es santo y está junto a Dios. Estuvo en mi familia, hizo todo el
bien posible mientras estuvo en la tierra, lo conocimos, lo amamos a fondo
perdido y un día, cuando el Señor estimó que ya había terminado su tarea y su
tiempo en la tierra, lo llamó junto a sí. Y allí está. Ayudándonos aún más que
cuando pisaba esta tierra. Esos son los santos que hoy celebramos. Esa es la
clase de santo que debemos ser todos y cada uno, lo cual no es obstáculo para
que cualquiera de nosotros, incluida la que escribe, consigamos con la ayuda
divina ser santos de altar, con día en el calendario y todo. Debemos aspirar a
lo máximo, porque el que estudia para sacar un aprobado termina suspendiendo.
Hay que estudiar para sacar matrícula de honor.
Los hijos de Dios tenemos suelo, pero no tenemos techo, el
cielo es el límite; mejor dicho, el cielo es la meta. Vamos a por ella.
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