Luces de Mordor

Son casi las seis de la tarde de un caluroso día de julio. El sol nos está castigando como es su costumbre en estas fechas del año, pero hoy su luz no es clara, sino traslúcida. Unas nubes evitan su caída inmisericorde, pero no el calor asfixiante de la tarde de verano. Me recuerdan el camino a Mordor de Sam y Frodo, en aquella mañana cuando parece que es una hora distinta a la real porque la luz no les permite ubicarse en el tiempo.

También a veces el corazón se desubica en el espacio o en el tiempo. A veces tenemos tan clara nuestra meta que nos olvidamos del camino; pensamos solamente en que tenemos que llegar a ese sitio o a ese momento de nuestra vida y nos desentendemos de dónde estamos poniendo los pies. La razón es que la luz que debe alumbrarnos en el camino se nos vuelve tenue, demasiado débil como para que el reloj o la brújula funcionen bien. Es entonces cuando nos paramos en seco, miramos hacia todos los puntos cardinales y creemos que estamos perdidos, que ese no es el camino correcto. La ansiedad toma el mando de nuestra mente y es ahí cuando de verdad nos perdemos, porque lo más habitual es tomar decisiones desde el pánico, el palco del desastre desde donde podemos contemplar cómo nos equivocamos sin remedio.

Por desgracia, vivimos tiempos así, en los que sabemos dónde queremos ir, pero nos perdemos por el camino, porque no miramos por dónde vamos y tampoco permitimos que nos guíen, porque nosotros lo sabemos todo, somos adultos y no necesitamos que nadie nos ayude. Tenemos la técnica, la tecnología, que nos ofrece múltiples soluciones para todo lo que le pidamos. Pero no es así por más que se esfuercen en intentar demostrarlo los desarrolladores de software, hardware y todos los elementos inventados para, presuntamente, mejorar nuestra vida. Ninguno hay que pueda aportarnos felicidad, serenidad ni paz interior, ni siquiera los infinitos programas de relajación, músicas y demás adminículos que podamos encontrar en internet.

Los únicos responsables de nuestra paz interior y de nuestra felicidad somos nosotros mismos. Nadie puede hacernos felices, porque la felicidad no es algo que se construya, sino un estado que el alma puede alcanzar, y no existen recetas ni atajos para llegar a ella. Igual ocurre con la paz interior, ni siquiera el mejor buscador del mundo puede facilitarnos el camino hasta ella. Tampoco hay fármacos ni remedios naturales que puedan proporcionar tales estados, porque los inventados hasta ahora solo tienen efectos temporales, que una vez transcurridos devuelven al individuo al punto de partida.

El único camino que conozco hasta la paz interior, la serenidad y la felicidad es el que yo descubrí de la mano de la Santísima Virgen María. Ella me lleva hasta su Hijo cuando le pido ayuda llamándola una y otra vez: “Dios te salve, María”, “Ave Maria”, “Hail Mary”. He aprendido a hablar con ella en diferentes lenguas para que la rutina de recitar un Avemaría tras otro no me lleve a pensar en otra cosa que no sea llamarla, decirle cuánto la quiero y cuánto la necesito. Y así, un rosario tras otro, un día tras otro. Ella jamás me ha dejado sola y me ha llevado a encontrarme de frente con su Hijo. Fue hace tiempo, pero es cada día, cada instante que hago el signo de la cruz en mi frente, en mi boca y en mi pecho. Es como llamar a la puerta y Él es quien abre, me recibe y se sienta conmigo a escuchar todo lo que tengo que contarle. Reconozco que a veces no le dejo hablar y otras no tengo casi nada que contarle, con lo que el rato es de los dos mirándonos, quietas mis manos (siempre le escribo) y entonces es el alma quien habla directamente con Él en un lenguaje inefable, desconocido para mi mente terrena pero insertado en mi sistema operativo desde que Dios me soñó y pensó un camino personal e intransferible para mi persona.

Ese es el secreto de mi paz interior, de mi serenidad y de mi alegría sin límites. Alegría que es el gozo interior de quien se sabe siempre a salvo, por más tempestades que rompan contra mi vida, mi trabajo o mi persona. Siempre estoy tranquila porque no voy sola, Él va conmigo, su vara y su cayado me sosiegan aunque me dirija hacia Mordor para destruir el anillo único y un millón de males amenacen mi existencia. Ese anillo -que es la tentación permanente del Maligno- va colgado de mi cuello y a veces pesa mucho, muchísimo, y me hace caer. Pero ahí está mi Amor Absoluto y verdadero, mi Cristo vivo y triunfante, que me levanta, me perdona y me vuelve a poner en camino hasta el día en que al fin, rotas las cadenas del anillo, pueda decir, como Frodo: “Ya está. Se ha ido”. Ese bendito día en que, por fin, mis ojos se encuentren frente a frente con los suyos.

Comentarios

Entradas populares