Todo está en silencio
Todo está en silencio. El cielo se va poblando de nubes y la
luz del sol está velada. Ayer los “Hosanna” se volvieron gritos rabiosos
exigiendo tu muerte en la cruz y el poder público, con su habitual afán por ganar
votos cara al pueblo y al gobierno de Roma, claudicó y lanzó a un inocente a
ser devorado por las jaurías sedientas de sangre, ignorantes y alimentadas por
quienes, conocedores de la verdad, se negaban a admitirla. La traición reinó y
Satanás se frotó las manos ante tu caída, ante las torturas y ante la
perspectiva de que tu humanidad terminaría por caer y pedirías ayuda a tu Padre
Dios. Pero no fue así. Te dejaste matar sin rechistar, aceptaste la voluntad de
Dios como años antes lo había hecho tu bendita Madre, María de Nazaret.
Ayer celebramos el memorial de aquel primer Viernes Santo.
El tiempo acompañaba la sensación de tristeza porque era absolutamente
inclemente: lluvia, viento y frío en una mañana de finales de marzo. No es el
cambio climático, es el recordatorio de que aquel primer Viernes, las tinieblas
oscurecieron la tierra cuando el Hijo de Dios entregó su espíritu al Padre.
Fue una celebración sobria y solemne. El silencio reinaba
entre los fieles, pero se hizo de plomo, pesado, sobrecogedor cuando, desde el
fondo de la nave del templo, unos ángeles vestidos de negro y morado te
portaban en hombros, clavado en la verdadera cruz (Veracruz, te llamamos), para
que todos pudiéramos verte y, con el corazón encogido por el dolor de nuestros
pecados y por la pena de ver crucificada a la Belleza de Dios, hincáramos
nuestras rodillas en profunda adoración por tu entrega, que es mi redención;
por tu muerte ignominiosa, que es mi vida futura; por tu “sí” a la voluntad del
Padre, que es mi dicha al recibirte cada día.
Hoy es sábado y seguimos sumergidos en el silencio y en la
memoria de lo vivido ayer. Ya ha pasado el dolor físico, pero no ha terminado
tu misión: hoy estás rescatando a los que te esperaban desde el inicio de los
tiempos; has ido a recoger a Adán, a Abraham, a todos los patriarcas, pero
también has ido a abrazar a tu padre en la tierra, a José, para llevarlo
directo al cielo.
Estoy sentada a la puerta del sepulcro, ansiando ver cómo
estalla y sale volando para que pueda salir el sol que yace dentro. Necesito
que resucites, Señor, mi Amor Absoluto y verdadero; te necesito vivo y
palpitante en mí. Sin Ti la vida es oscura y triste, porque sin Ti solo veo mi
miseria y mi pecado. Te necesito para que perdones mi ingente culpa, mis
debilidades, para que afiances mis rodillas vacilantes y mi ánimo se levante,
para que mis ojos miren una vez más al que atravesaron por mí, que bajó a
rescatar a los muertos del lugar de la espera y redimió a los vivos de todos
los tiempos.
Resucita, Señor, por favor.
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