Fin de semana. Literalmente.
Hoy se acaba mi semana y, al contrario que muchos de quienes llegan a este día y a esta hora (son algo más de las cuatro y media de la tarde), ya están haciendo planes o dando gracias al Dios -o al Cosmos, según creencias- porque se ha terminado la semana laboral, yo no. Hoy se termina el comienzo de una nueva aventura: cinco días intensísimos de clases (tres asignaturas a nueve horas para cada una) que componen la mitad del curso de doctorado. Sí. Una vez más he vuelto a mi Salamanca querida y añorada.
Hoy ha sido el último día, que no ha podido terminar mejor:
una comida compartida con buena mesa y mejor compañía. Unas mujeres empeñadas
en cambiar el mundo desde dentro, con inquietudes, buenas ideas y, sobre todo,
mucha fe en el Único que puede conseguir que eso sea así. La tertulia de la
sobremesa ha completado un almuerzo perfecto por lo simple y por la fraternidad
que va más allá de cualquier límite geográfico. El corazón no entiende de
fronteras y, menos aún, de diferencias: para el Amor todos formamos parte de
una única raza, digna de ser amada y de poder amar como Dios manda a todo aquel
ser humano que se le cruce por delante y esté más de cinco minutos en su vida.
Jamás pensé en las repercusiones que podría tener el hecho
de que desde mi trabajo me enviasen a estudiar fuera, a mis años, ¿dónde iba
yo? Sin embargo, todo se ha vuelto alegría, gozo inefable al comprender y al ser
consciente de que formo parte de una familia enorme, inmensa, a la que no tengo
que demostrar nada y que me acogió como hija y hermana desde el primer momento
en que nos conocimos.
Los años se han sucedido, las aventuras de todo tipo dentro
de ellos -unas mejores que otras, pero siempre con Él- y como fruto de ellas,
un profundo crecimiento interior y también exterior (aunque no en centímetros),
que me ha ayudado a salir de mí misma para entregarme sin miedo a todo aquello
que Dios me ofrezca cada mañana. Ecce ancilla Domini, fiat tua voluntas, non
mea.
Una vez más, mi último día, mi última tarde, esa en que la
maleta vuelve a abrir sus fauces para tragarse todo lo que ponga en ella y,
prenda tras prenda, me hace recapitular todo lo vivido mientras las llevaba
puestas, este último día -digo- me pone de rodillas para agradecer lo vivido,
que ha sido mejor que bueno: reencuentros y conocimientos, noticias sobre el
futuro y, como no podía ser de otra manera, ciencia, mucha ciencia de la buena.
Se termina una corta semana y se vuelven a abrir mil caminos
nuevos por los que transitar aquí y en casa, en mi mente y en mi corazón, ese
músculo elástico que cada vez Él agranda por todos sus lados para que quepa más
y más gente dentro. Gracias, Señor, por haberme elegido, porque, sin merecerlo,
estoy colmando unos sueños que nunca creí pudiera alcanzar. Y esto no ha hecho
más que empezar, estoy convencida de ello.
Gracias una vez más. Gracias por tanto regalo inmerecido,
por haberte fijado en mí, por haber aceptado mi sí y mi vida con él. Nunca me
faltará tu ayuda para cualquier aventura que surja, por eso mi respuesta es y
siempre será un enorme “sí” a todo aquello que me propongas. Solo te pido que
me des luces para verlo y medios para llevarlo a la realidad.
Te amo, mi Dios presuntamente escondido y palpablemente
presente en todas y cada una de mis sonrisas, donde están guardadas todas mis
penas, porque, como dijo un gran santo, todas mis preocupaciones caben dentro
de una sonrisa, la que cada mañana me regala mi Padre del cielo para darme los
buenos días. Hoy no iba a ser menos.
Comentarios
Publicar un comentario