Verano y filosofía
Es domingo por la tarde del mes de julio, día 16, para más señas, lo cual significa que estamos -estoy- empezando la canícula, ese horroroso espacio de tiempo que nos lleva hasta el límite de la supervivencia a causa del tremendo calor que cae, inmisericorde, sobre los habitantes de mi preciosa ciudad natal. Entre otras cosas, implica no bajar de los 40º a la sombra la mayor parte de los días y de los 35º la mayor parte de las noches, lo cual es sinónimo de malas caras, ojeras y peor humor en los “amaneceres”, cuando toca levantarse para ir al trabajo.
Todo ello hace que determinados “lujos” en mi tierra sean
objetos de casi primera necesidad (o sin “casi”), por ejemplo, el aire acondicionado
en las casas o esos ventiladores de techo, que recuerdan las películas que
transcurren en las tórridas tierras del Trópico.
Este es el contexto desde el que retomo -una vez más- las
teclas para contar mis sentires, pensares y pareceres y así airear mi corazón y
mis neuronas. Ya pasó el tiempo del estudio, de los exámenes, de los nervios y
de los mil y un esquemas con vistas a las pruebas que he tenido que pasar hasta
conseguir mi título. Por fin ha llegado el tiempo en que, gracias a Dios y con
su inestimable e inefable ayuda, puedo relajarme y, por ejemplo, ponerme a
escribir pensando en lo que un día haré con todo lo que he producido en estos
últimos años.
Como no podía ser de otra forma, la música está detrás de lo
que ahora mismo escribo, sentada en mi sofá en una tarde que se muestra poco
clara, las nubes ocultan el sol pero no el calor, por lo que no es sensato
asomarse a la calle hasta, por lo menos, dentro de un par de horas, cuando la
oscuridad mitigue, aunque sea solo un poco, la horrible sensación de que al
salir por la puerta alguien te ha puesto un secador de pelo en la cara.
Pero no soy meteoróloga ni me dedico a predecir el tiempo,
aunque en estas fechas hay pocos cambios más allá de un par de grados arriba o
abajo. Las olas de calor (como ahora se llama a los altibajos de temperatura
que siempre hemos tenido en verano) se suceden una tras otra hasta que, por efecto
de la longitud de las noches, a la fuerza refresque de madrugada, allá por
finales de agosto y principios de septiembre.
Hay que tomarlo con filosofía y paciencia. No nos queda
otra, salvo que se opte por el enfado constante por cómo está el tiempo y las
repetitivas frases hechas de “antes no era el verano así”. Disiento con los
tópicos de esta hechura, pues, desde que tengo memoria, los veranos han sido
terribles y no se podía dormir por las noches “entre las dos Vírgenes”, es
decir, desde el día de la Virgen del Carmen (o sea, hoy mismo) hasta la fiesta
de la Asunción de la Virgen (el 15 de agosto).
Sin embargo, ni la paciencia ni la filosofía se llevan ya.
La primera es un bien muy escaso y la segunda, apenas se estudia ya en los
institutos porque, como buena ciencia humanística, no se considera “útil” para
el futuro de los alumnos. En realidad, esa opinión sin fundamento alguno
pertenece más a quienes no desean que los jóvenes sean capaces de pensar por sí
mismos. Porque ese es el principal resultado -la primera consecuencia- de estudiar
filosofía: la posibilidad de analizar todo lo que nos llega desde el exterior,
creando así una conciencia crítica a partir de unos criterios propios. Qué
casualidad, “crítica” y “criterios” proceden de la misma raíz griega, de un
verbo que significa “juzgar” y que nos ha traído esas palabras y otras como “cribar”
o, también, “crisis”, que no significa otra cosa que “juicio”, “decisión”.
La filosofía, el amor por el saber, fue la que llevó a
Grecia a conquistar Roma sin las armas. Aunque fue esta, la mayor potencia
militar de la Antigüedad, quien sometió lo que quedaba del imperio del gran Alejandro,
en realidad fue la cultura helena quien terminó apropiándose de toda Roma
gracias a la gran cantidad de preceptores griegos que educaron a los hijos de
las familias romanas por todo el territorio del imperio.
El mayor mal del mundo, hoy por hoy, es la ignorancia
absoluta de millones de personas, y no me refiero solo a quienes no saben leer
ni escribir, sino a la ingente cantidad de quienes carecen de la suficiente
formación que les ayude a discernir, a distinguir entre las mentiras y las
manipulaciones que les llegan a través de todo el entramado de redes sociales,
medios de comunicación y demás sistemas de desinformación que pueblan el
ciberespacio. Tenemos dos mundos: el real, aquel que pisamos y en el que nos
movemos habitualmente, y esa mentira evidente, pero complaciente, que nos invade
por todas partes y a través de todos los medios, anestesiando a la inmensa
mayoría de quienes poseen teléfonos “inteligentes” y ordenadores conectados a
internet.
No se trata de pedir un apagón tecnológico, sino de exigir
que la información que se ofrece sea veraz (para eso se inventó el periodismo)
y no esté poseída por el espíritu de quien busca solamente ganar dinero a
través de ella, creando una opinión única que solo pretende conseguir que los hombres
y mujeres que pueblan este planeta hagan lo que se les dice sin cuestionarse lo
más mínimo. Me viene a la memoria una película: “Wall-E”. La volví a ver hace
poco y es un fiel reflejo de lo que cuento ahora mismo: millones de personas
haciendo lo que se les dice, sin plantearse nada porque una pantalla estratégicamente
colocada delante de su cara (como las anteojeras de un burro) les dice lo que
deben hacer, comer, beber o el color de su ropa. La cadena se rompe cuando a un
par de personas se les rompe la pantalla y, oh sorpresa, levantan los ojos para
ver las estrellas. Se quedan maravillados ante el espectáculo y ese momento marca
el principio del fin de una sociedad en que las máquinas, programadas por
alguien siglos atrás con el único fin de ganar dinero, marcaban el día a día de
las personas.
¿La solución? Es difícil, pero no imposible. Quizá pasaría
por un sistema educativo que valore el esfuerzo, que no cambie con el gobierno
de turno, que, de paso, no intente reescribir la historia para quedar bien con
quien le mantiene en el poder. Un sistema que permita y fomente las asignaturas
de humanidades que llevan a la juventud a conseguir un pensamiento propio, de
manera que tomen sus propias decisiones y no las que marquen las modas, y
muchas otras pequeñas reformas que consigan, por ejemplo, que los profesores no
sucumban ante toneladas de papeles y puedan ejercer su vocación, con la
autoridad necesaria para premiar el esfuerzo de los estudiantes que de verdad
se merecen buenas notas, y poder suspender a quien no hace nada más que pasear
los libros, como ocurría cuando yo iba al instituto, y no hace tantos años de
eso.
Empecé hablando del calor y he terminado hablando sobre uno
de mis grandes amores: la enseñanza. De mi padre aprendí que con esfuerzo todo
se puede conseguir, que nada se consigue gratis y que todo lo que de verdad
merece la pena conlleva mucho trabajo. Como canta Mary J. Blige, soy la prueba
viviente de ello. Hace seis años recibí el encargo de comenzar una carrera de
cinco años; a mis cincuenta y uno, treinta después de haber “colgado” los
libros una vez terminada la licenciatura en filología clásica, me tocaba volver
a empezar, literalmente. Aquí estoy, con la carrera terminada y ahí sigo, ya
sin la presión de los exámenes, pero con la determinación de quien sabe, como
dijo el gran Sócrates, que no sabe nada, porque cuanto más aprendo, más consciente
soy de lo poco que sé.
Es 16 de julio, hace muchísimo calor y sé que más de uno
pensará que mis neuronas están reblandecidas por el exceso de temperatura. Nada
más lejos de la realidad: tengo las ideas más claras que nunca y la decisión de
continuar escribiendo mientras tenga aliento y me respondan las manos. Dios es
testigo y mi mejor aliado; a Él la gloria y la alabanza por los siglos de los
siglos. Amén.
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