Prueba de vuelta a casa

Se acerca ya el final de mi periplo existencial alrededor del Derecho canónico, con idas y venidas a una ciudad que ha devenido en mi Tabor particular (tres días de felicidad infinita y bajada sin paracaídas a la realidad). Vuelve de nuevo lo que era mi vida de antes; en apenas un mes, si Dios quiere, los exámenes se habrán terminado para siempre (léase con mayúsculas, negritas y doble subrayado) y, sinceramente, no sé ni lo que me espera ni tampoco cómo regresar a un lugar con el que ya tengo muy poco en común, casi nada.

Es la paradoja de Ulises: diez años arrastrado por un mar enfurecido contra él por orden de Poseidón, sin saber dónde iba a amanecer cada día ni qué deidad, monstruo marino o cosa horrorosa y maligna, iba a poner en peligro su ya maltrecha integridad física y, de repente, un día llega a Ítaca. Ha vuelto a casa. Ahora el reto es: ¿de verdad quiero volver? No soy ni la sombra de quien fui y quién sabe cómo estarán los que dejé hace tanto tiempo, ¿se acordarán de mí? ¿Penélope? ¿Telémaco? Son desconocidos para mí, sombras de un pasado que jamás volverá… Entonces, ¿para qué regresar?

Fernando Savater plantea todas estas cuestiones en una maravillosa obra teatral: “Último desembarco”, que tuve el placer de contemplar en mis años granadinos. Todo transcurre en la playa: Ulises desembarca allí, llevado por un barco feacio, y, después de la alegría inicial, vienen las dudas. Un Telémaco que ya es un hombre lo encuentra y le cuenta cómo están las cosas por allí, nada bien sino todo lo contrario: Penélope, los pretendientes, la hacienda y los bienes esquilmados por ellos y todo es, aparentemente, culpa de Ulises porque nadie sabe dónde está ni si está vivo… Entonces surge la duda en el protagonista: ¿Merece la pena darse a conocer y hacer frente a la enésima batalla, a la penúltima venganza, a más sangre? Dejo aquí el relato para animaros a buscar y leer esta obra, pero vuelvo a mi razonamiento, que bebe del gran Heráclito y su “πάντα ῥεῖ καὶ οὐδὲν μένει” (todo fluye y nada permanece).

Lenta y pausadamente vuelven a mis manos las ganas de escribir. “Has de recuperar tu blog”, me dijo hace un par de semanas un buen amigo. Aquí estoy, de nuevo en las teclas, con un piano precioso que me pide que imagine cómo sería el mundo sin guerras, pensando en lo que de verdad importa, en responder a la respuesta de Frodo al final de la película de “El retorno del rey”: ¿Cómo se retoma el curso de una vida?

No sería la primera vez que me toca contestar con hechos a esa misma pregunta. Los últimos diez años de mi existencia terrena se han caracterizado por tener que comenzar desde la nada o desde la casi nada una y otra vez tanto en vida personal como laboral y también estudiantil. No me va a venir largo un nuevo inicio, sería ya el penúltimo (siempre es el penúltimo) de mi historia y por ello daré gracias al Altísimo, porque de su mano iré a donde Él me lleve. Dios Padre se ha revelado como mi mejor guía en todos los ámbitos de mi vida. Desde que me agarré con fuerza a su mano y dejé que fuese Él quien dirigiese mis pasos, todo va sobre ruedas, incluso los malos y malísimos momentos por los que he atravesado -y los que aún me queden-.

No es mala idea descansar en el Señor el estrés, los miedos, los regomellos y todas las ideas negras que surgen a miles en nuestras paranoicas y asustadizas mentes. Cuando hablas y pones voz a lo que te pasa por la cabeza y te duele en el corazón, disminuye su tamaño como un suflé al salir del horno: se desinflan y quedan en nada, con lo cual la razón del disgusto se deshace en el aire. ¿Para eso tanto? Pues sí, como digo siempre, ojos que no ven, paranoia que me invento. Y así me/nos va.

Pero vuelvo a mi relato de vuelta a casa. Ya estoy en mi Ítaca, y ahora, ¿qué? Constantino Kavafis lo expresa magistralmente en un precioso poema titulado “Ítaca”: lo importante no es la vuelta, sino todo el camino recorrido hasta llegar allí; la idea de volver -la nostalgia literalmente entendida- es lo que mantiene en pie al viajero Ulises hasta pisar la playa de su isla, que no es ni de lejos la misma que abandonó veinte años atrás. Así me encuentro ahora mismo, mi paradoja es que estoy deseando terminar, pero no quiero que se acabe nunca, porque, como leí no hace mucho de un escritor, echaré de menos hasta el gélido viento salmantino que te corta la cara sin piedad ni recato. No obstante, soy consciente del cambio que está a punto de darse en mi vida: va a caer la última página de otra etapa más, que me ha regalado momentos absolutamente inolvidables junto a personas que jamás abandonarán ni mi memoria ni mi alma. Dios los bendiga siempre. Regreso a casa con el alma llena de todo lo bueno que este viaje de cinco años, los malos momentos me han servido para ser mejor en muchos aspectos, y los buenos me han demostrado una vez más la infinita providencia del Señor conmigo. Como dice el poema, Ítaca me ha regalado todo esto y más, quizá debería haberle pedido que el viaje fuese un poco más largo, pero hágase Tu voluntad, no la mía.

Vuelvo a la pregunta inicial. Se terminan mis estudios: y, ahora, ¿qué? Muy sencillo: ahora, lo que Dios quiera.

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