Back home?

Sinceramente, no puedo decir que sea así, aunque la realidad palmaria y aplastante es que vuelvo a mi casa física. Pero, ¿cómo se puede decir que se vuelve a casa cuando el corazón se queda a casi seiscientos kilómetros? ¿cómo deshacer el nudo gordiano en la garganta, que surge en un corazón enamorado e incapaz de despedirse? Francamente, no puedo decir adiós.

Habitualmente me es especialmente costoso dejar atrás lugares y personas que significan un mundo para mí. Por más que mi intelecto se devane los sesos -nunca mejor dicho- para intentar convencer a mi alma, es vana ilusión. El amor tiene estas cosas: cuanto más conoce al ser amado, más le ama y, por ende, más deseos tiene de conocerle, y así hasta el infinito y más allá. Es la cara más real y cruel del amor cuando este es casi del todo imposible y tiene fecha de caducidad. Si fuera un melodrama de televisión, la audiencia sería millonaria y el precio de los pañuelos de papel crecería exponencialmente en el mercado, porque las lágrimas y los llantos estarían asegurados. Al menos los míos, sí.

Apenas tres años de conocimiento y el vínculo es ya irrompible, sólido, férreo e inamovible como las cadenas de Prometeo al monte Cáucaso. La llamarada divina que es el amor humano, que devora todo a su paso tal y como han dicho numerosos poetas, incluido el autor del Cantar de los Cantares (que está en la Biblia, para quien no lo sepa), se ha instalado en mi corazón con licencia perpetua.

No es solo la ciudad, que ya de por sí merece una declaración de amor rodilla en tierra y con anillo incluido, es la oportunidad, el momento en que nos conocimos y poco a poco nos fuimos hablando al oído, intercambiando conocimientos, opiniones, risas y llantos también. Es aceptar su viento gélido -ay, la esquinita de marras- y mis inseguridades ante las pruebas que siempre terminan saliendo mejor que bien; es comprender que el frío forma parte de su mismo encanto y que mis quejas y lamentos por la climatología también me proporcionan el atractivo de la damisela en apuros; es querer a quien me recibió con los brazos abiertos en el momento en que más lo necesitaba, permitiéndome ser quien soy sin hacer preguntas y sin ninguna expectativa en el horizonte. Es caminar juntas hacia una meta común, regalándome siempre el consuelo necesario en cada momento para alimentar mi ilusión y mis ganas de aprender. Es, en definitiva, de lo que va el amor de verdad: aceptación, ayuda mutua y la perfecta felicidad que se realiza al ver cómo aquel a quien amas llega hasta las metas más altas, convirtiéndose en una persona mejor aún de lo que era cuando arribó a esta tierra.

Es ver cumplido el anhelo de un padre que le decía adiós a este mundo mientras mostraba su orgullo: “sigue estudiando, sigue; llega hasta donde te dé la vida, tú puedes”. Sí, papá, estoy llegando, y cuánto me gustaría que estuvieras aquí. Solo me quedan seis meses para alcanzar este reto que se me hacía inalcanzable al principio. Sé que me estás viendo y que le estás contando a Dios lo orgulloso que estás de mí, pero me gustaría poder verte ahora y poderte abrazar. Vaya como sacrificio el llanto por tu ausencia física y, a la vez, la acción de gracias por tu presencia en mi alma, cada vez más fuerte y real, desde que te pedí que no me dejases nunca. Te amo hoy y siempre.

Hemos comenzado el último semestre de los estudios. No tengo ni la más remota idea de lo que me esperará después; tampoco me preocupa en exceso porque sé de quién me he fiado y que la mano del Señor está siempre conmigo; ella me guía y se encarga de mis asuntos terrenos y celestiales. No tengo miedo a lo que me espere a la vuelta de la esquina. Ningún miedo puede pararme ya porque Él viene conmigo y es su Espíritu quien me alienta, anima, asiste e ilumina en cada paso de mi camino. También mi Madre del Cielo, la del Amor Hermoso, me lleva de la mano, por esta tierra, hacia su Hijo, mi Amor Absoluto y Verdadero.

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