Recuerdos
Te añoro aun sin haberme encontrado contigo una vez más. Te
echo de menos desde antes de conocerte. Ahora que te he visto, palpado con mis
manos y jugado entre tus ojos, no existen las palabras para contarte -ni
siquiera para cantarte- cuánto me acuerdo de ti. Cada instante me trae tus
calles, tus gélidos vientos, esa luz especial que reflejas cuando el sol te
acaricia por las mañanas.
No hay nada en el mundo que pueda paliar el dolor por el
regreso, es decir, la nostalgia, de pisarte, de poseerte, de abrir los brazos y
girar sobre mis pies como una niña completamente feliz y en casa, que ríe
mientras mira al cielo infinito buscando la eternidad del momento.
Jamás podrán arrebatarme tus recuerdos, ni habrá nadie que
pueda prohibirme pensar en ti, aunque no vuelva a ver esas torres en el horizonte
que salen a recibirme cuando aún estoy a kilómetros de ti.
Eres la mejor aventura en que me he visto envuelta y sin
pedirlo. El reto más gratificante y que más me ha plenificado. Eres quien me
está permitiendo hundir mis raíces aún más y más profundo en la fe, en el amor
por quien me ha traído hasta aquí y me está guiando en este viaje sin mapas ni
brújulas. El Espíritu Santo es quien sopla mis velas mar adentro, hacia donde
nadie ha llegado antes. Ahora mismo estoy terminando el curso de piloto, ya me
quedan solo unos meses, y he de confesar que no contaba con enamorarme del Capitán
del barco, ni del Viento que sopla, ni de la travesía, ni de no tener ni la más
remota idea de a dónde vamos, ni de para qué, ni de por qué, ni de cuándo. Me
limito a disfrutar del viaje con Él.
Esa es la esencia de la vida, de mi actual momento: hoy es
lo que importa. Mañana ya veremos cómo lo hacemos, pero por ahora, estoy en casa,
pensando en el poco tiempo que me queda para de nuevo sonreír en el centro
geográfico de esa bendita plaza que me abre las puertas cada vez que me ve,
para andar y andar sin rumbo fijo, pero siempre hacia el mismo lugar, de ver
esas columnas con los siete días de la semana en versión mitológica latina, de
recordar todos los momentos vividos y gozados en aquel bendito lugar, al que
conocí hace muchísimos años, pero del que me he enamorado hace apenas tres.
Sí. Estoy enamorada hasta las trancas de una ciudad, de su
frío invierno, que me mostró todas las variedades de amaneceres gracias a la gentil
Filomena, que dejó nieve durante semanas en sus calles y me enseñó en qué
consiste eso de vestirse por capas, para ir desprendiéndote una a una de ellas
a lo largo del día y volver a ponérselas en cuanto el sol termina su jornada
laboral, porque don invierno se enseñorea de las esquinas y el viento sopla con
toda su gélida saña por todas ellas, hasta darles nombres que la decencia
impiden trascribir aquí. Una ciudad en la que te sientes en casa nada más poner
el pie en su suelo, que te acoge y te ofrece mil y una maravillas para los
cinco sentidos.
Pero no solo eso. A mí me permite (y lo digo en presente,
porque aún sigo visitándola y sigue siendo un regalo cada vez) hacer lo que más
me gusta: aprender de todo y de todos, en lo académico y en el resto de aspectos
de la vida, porque también sus gentes tienen un “salmanticus modus vivendi”.
Me encanta perderme por las calles, en torno a la plaza mayor, con las orejas
bien abiertas para escuchar su modo de hablar, sus risas, sus comparaciones,
incluso sus palabrotas, que también tienen su peculiar encanto cuando reciben
la entonación precisa.
He leído un texto de Rodrigo Cortés, de “Los Años Extraordinarios”, sobre el frío salmantino. No puedo estar más de acuerdo, sobre todo cuando dice que quien ha vivido ese frío, lo añora. Firmo, sello y doy fe de que eso es literalmente cierto. Se añora a manos llenas.
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