Final de año

Hoy es fin de año. Sí. Fin de año para todos los católicos con una formación mínima. El Domingo de Cristo Rey -es decir, hoy- se termina el Año Litúrgico, el año por el que se rige la Iglesia Católica. No hay espumillones, uvas ni campanadas, ni pitos o petardos que indiquen que es uno de los días más importantes del año para quienes creemos en Dios, Padre omnipotente, omnisciente y Creador de todo el Universo que vemos y también del que no vemos.

Sí, paradójicamente, tamaña celebración pasa desapercibida para la inmensa mayoría de quienes se llaman católicos. Pero tampoco es tan extraño, pues también tuvo el mismo eco el nacimiento del Hijo de Dios en la tierra, aquel día en Belén de Judá, del que no sabemos en concreto el día ni la hora; tan solo conocemos el cálculo de un buen fraile, Dionisio el Exiguo, quien, además, se equivocó en varios años, lo cual refuerza mi argumento. Dios aparece cuando menos te lo esperas y pasa completamente inadvertido para el común de los mortales.

Hoy toca hacer balance de lo pasado desde el pasado Adviento hasta esta fiesta. ¿Te he tenido presente este año pasado? ¿he sido consciente de tu continua ayuda, a veces imperceptible? ¿Te he dado gracias porque me eliges cada día, igual que yo te elijo a Ti? Podría seguir hasta el infinito y más allá haciendo preguntas de examen de conciencia, que me revolverían el alma y conseguirían ponerla patas arriba con un mínimo de tiempo para pensar en cada una. Pero no voy a seguir por ahí. Eso lo dejo para el final de este día, cuando Morfeo me llame insistentemente para su nocturno encuentro conmigo y me permita serle infiel con mi Amor Absoluto y Verdadero, la Belleza infinita y la Unidad de todo cuanto existe.

En la Misa se lee hoy ese pasaje del Evangelio en el que los dos ladrones ajusticiados junto a Cristo se muestran tal cual son: uno, amargado de la vida, exigiendo a Jesús que demuestre su divinidad y le haga un milagrito; el otro, por el contrario, consciente de la divinidad de Cristo y de lo injusto de la condena, solamente le pide misericordia; ni siquiera le pide que lo salve, tan solo que se acuerde de él cuando llegue a ese Reino del que tanto habla. Cristo no necesita más de nosotros, solamente la humildad de reconocer nuestra nada absoluta, nuestra miseria y nuestro pecado, para llevarnos con Él al Paraíso. Es tan fácil salvarse, y cuán difícil se lo ponemos a Dios con todas nuestras neuras y nuestras inseguridades.

“Si quieres, puedes limpiarme”, le dijo un leproso. Jesús no necesitó más para decirle: “Quiero, queda limpio”, y se hizo el milagro. No es tan difícil, solo necesitamos tener una fe del tamaño de un grano de mostaza para que Él realice prodigios con nosotros. Pero no queremos, o no terminamos de comprender, o no sé qué nos pasa, pero la realidad es que nunca terminamos de dar el paso definitivo para dejarnos caer en sus manos. En la tercera película de Indiana Jones, la segunda prueba que ha de pasar es un “salto de fe”. Solamente cuando da esa zancada sin pensar en la lógica humana, su pie cae en suelo sólido y sus ojos ven el pasadizo hasta el otro lado del abismo. Nosotros ni siquiera tenemos que ver el abismo; solo basta con confiar en que Él tiene todas las de ganar y que, además, está de nuestro lado.

Cristo es Rey, pero no como se entiende en el mundo, con mirada de suelo, sino mirando al cielo, donde no importa la tierra, ni lo que aquí se entiende como “valioso”. Todo lo bueno que hagamos en la tierra será guardado en la despensa del cielo, esperando a nuestra llegada. Nada de lo que aquí nos hace creernos alguien sirve para absolutamente nada. El himno de Colosenses, que también se proclama hoy, es una maravilla que explica quién es Cristo y lo que realmente importa. Nada del suelo llegará a la vida buena, la que de verdad importa, esa que nos está esperando junto a Dios y junto a todos aquellos a quienes amamos y nos están esperando al otro lado de la blanca orilla, como describe Gandalf a Pippin en la tercera parte de El Señor de los Anillos, esa que no tiene fin y que a todos nos aguarda ese día que, gracias a Dios, desconocemos. Nada de lo que ahora tenemos importa para el día en que debamos rendir cuentas a Aquel que nos creó; solamente podremos llevarnos el amor que hayamos repartido durante nuestros días en el reino de los hombres. Al atardecer de la vida nos examinarán del amor, decía San Juan de la Cruz, y es absolutamente cierto.

Hoy es la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo. Bendito sea por siempre. Feliz final de año para todos. Tenemos una semana para meditarlo en nuestra oración diaria, hasta el próximo domingo en que, Dios mediante, comenzaremos un nuevo Año Litúrgico (y católico) con el Domingo I de Adviento. Hasta entonces, que Dios nos bendiga a todos. Feliz día de Cristo Rey.

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