A rastras
Sí. Así se siente mi vida, mi cuerpo, mi yo en general, como
si me estuvieran llevando a tirones a donde no quiero, pero a donde no tengo
más remedio que ir. Una sensación extraña, incómoda y realmente desagradable esta,
que me ha poseído durante semanas y va aumentando con la misma rapidez con la
que pasan los días de este nuevo curso recién comenzado. Ya se ha ido
septiembre y comienza octubre con todo lo que ello implica: un mes menos para
encontrarme cara a cara con mi destino: “Destination: unknown”.
La incertidumbre es uno de los más potentes desestabilizadores
del espíritu humano. La razón es simple: somos terrenales, carne y hueso más
que espíritu, y necesitamos certezas que nos confirmen que estamos bien
asentados en la tierra, que nada va a cambiar demasiado y que el viaje sigue el
plan trazado -cómo no- también por nosotros mismos. Pero, héteme aquí, que
existe el factor (llamémosle así para entendernos) más sorprendente que jamás
pudo el hombre imaginar: Dios. El famoso dicho: “si quieres escuchar las carcajadas
de Dios, cuéntale tus planes”, no puede ser más cierto y cualquiera puede
comprobarlo en su propia existencia. No me importa si algunos prefieren hablar
de casualidades, probabilidades o cualquier otro sinónimo relacionado con el
azar o, incluso, con el destino, aquel “fatum” romano ineluctable e ineludible
para cualquier protagonista de un mito clásico. En este último caso, también se
puede añadir otro dicho “no corras, que es peor”, porque todos los héroes que
intentaron eludir lo que les esperaba, se lo encontraron de bruces y, además,
multiplicado exponencialmente, y al famoso Edipo y su ciclo mítico me remito.
Pero me estoy yendo a terrenos clásicos y cómodos, para
corroborar la línea de mi discurso: la elusión cierta de la incomodidad, dar vueltas
para intentar evitar lo inevitable, desde ir al dentista a examinarse a final
de curso. Todos hacemos lo posible para eludir lo que no nos gusta y en esas
estamos ahora mismo, dando más vueltas que un trompo para no retomar aquello
que me va a conducir al final improrrogable de mi experiencia paradisiaca, es
decir, que termino la carrera, Dios mediante, en unos ocho meses. Sí, esto ya
huele a final y la meta casi está a la vista.
Pero no quiero que se termine. Lo confieso con toda humildad
y con lágrimas en los ojos, tal y como dije cuando empecé y tuve mi primer
contacto con la institución que se ha convertido por méritos propios en la
reina de mis mejores vivencias y recuerdos: la Universidad Pontificia de
Salamanca y, con ella, esa bellísima ciudad, regalo de Dios para la Hispanidad
y para el mundo entero. No quiero dejarla. Es superior a mis fuerzas tener que
abandonar algo tan amado; se rebelan mis entrañas y lloro como una niña pequeña
a la que le quitan su peluche favorito, ese que le ayuda a quedarse dormida,
con la excusa de que tiene que ser una niña mayor. ¡Vaya contradicción interna
que tiene la expresión niña mayor!
En esas estamos. Y sé que no hay marcha atrás y que la velocidad
del tiempo es inversamente proporcional a la edad de quien la mide, por lo que
sé que esto va ser un visto y no visto por más trabajos, exámenes o pruebas que
deba pasar para conseguir la licenciatura. Pero eso no es lo peor. Aún da más
miedo la fatídica pregunta de: ya has terminado, y ahora ¿qué? Porque, ¿cómo se
puede volver al mismo punto de partida cuando ha pasado no ya años, sino años
luz respecto al conocimiento que se ha adquirido en ese tiempo? La perspectiva
de las cosas ha cambiado diametralmente, porque he ido adquiriendo más saberes
y elementos de juicio, más herramientas para poder discernir cualquier asunto
que se me venga a las manos. Por tanto, y siguiendo a mi querido Heráclito, ya
no soy la misma que cuando empecé y menos aún lo seré cuando acabe. Parece que
estoy llegando a una paradoja temporal, pero no es así. Estoy llegando a ese
momento en que me tocará afrontar mi futuro con seriedad y sin maquillajes.
Pero aún no hemos llegado a ese punto.
Hoy es 2 de octubre, la fiesta de los Ángeles Custodios. Todos
tenemos uno asignado por Dios desde que llegamos a este mundo para que nos
ayude y guarde del mal; solo tenemos que hablar con él y pedirle en qué
necesitamos que nos eche una mano y él hará todo lo posible para ello, hasta
encontrarnos aparcamiento cuando la tarea se vuelve casi imposible.
Felicidades, Angelillo, mi querido Custodio. Intentaré no darte demasiado trabajo
hoy.
También es Domingo, día del Señor. Toca santificar la fiesta,
que va más allá de ir a Misa; se trata de vivir este día de cara a Él, de darle
gracias por la grandeza de sus regalos, por su inmenso y desinteresado amor por
nosotros, porque siempre está cuando le llamamos y porque jamás se cansa de
perdonar nuestras ofensas, si nosotros también perdonamos a los que nos la
juegan, a veces con demasiada frecuencia.
Hoy es hoy y a cada día le basta con su propio afán. Por tanto, no adelantemos acontecimientos que aún no han ocurrido y que se desvanecen en la niebla de los futuribles. Carpe diem, en el mejor sentido de la expresión, es decir, disfruta lo que queda de domingo.
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