Romances
Que nadie se asuste. Mi corazón (la víscera y el metafórico) gozan de una estupenda salud y no tienen inquilino humano, sino al que desde hace años lo llena y consigue hacer más grande: al Hijo de Dios, mi Amor Absoluto y Verdadero.
Lo del título viene por un par de películas que he visto en
estos días y que van de eso: romances de hora y media, amores verdaderos de
tiempo limitado y que siempre terminan bien, es decir, que se quedan en el beso
de “por fin, ya era hora de que uno diera el paso”, y justo después salen los
créditos con el “The End” por delante. También he recibido el calificativo de “romántica”
por parte de algunos a causa de mis continuas referencias al amor en las frases
que publico en Facebook, o, incluso, en mis entradas de blog.
No voy a negarlo nunca: soy una romántica de las que creen
en el amor verdadero a primera vista, cuando parece que te conoces desde siempre
y estar a su lado es igual -o mejor- que estar en casa. Sé que existe esa
relación perfecta en la que se discute porque cada uno tiene un punto de vista
diferente, pero que luego, con una copa de vino, o un vaso de agua, más
tranquilos, ambos son capaces de exponer sus propios planteamientos y llegan a
un acuerdo porque saben dialogar, esa ciencia que es un auténtico arte en el
más estricto y etimológico sentido de la palabra. En latín, “ars” se
refiere a todo aquel conocimiento que es necesario para obtener algo, de ahí
que se emplease tanto para hablar sobre cultivar campos o navegar, como para
seducir mujeres (el Ars amandi, de Ovidio, sin ir más lejos). Su contraria
era la palabra “scientia”, que era el conocimiento sin un fin concreto.
Pero vuelvo a mi idea principal, que me pierdo por las enredaderas filológicas.
El diálogo (“a través de la palabra”, literalmente) no es un
arte común en nuestros días, porque requiere tiempo, dedicación y, sobre todo,
paciencia. Es principalmente escuchar al otro y preguntarle aquello que no
entendemos, con el único objetivo de conocer su pensamiento, cómo se encuentra
y hallar entre los dos el porqué de lo que ha ocurrido. No vale estar pensando
en lo que le vamos a contestar mientras el otro habla intentando explicarse. No
es una carrera ni una competición; me viene a la cabeza una escena de la película
“La costilla de Adán”, en la que un casi desesperado Spencer Tracy le grita a
su testaruda esposa -Katherine Hepburn-: “¡Quiero una esposa, no un competidor!”.
No se puede ser más claro y la situación no puede ser más desastrosa: una
pareja no puede ser una competición de a ver quién gana en cada discusión, ni
de a ver quién se sale con la suya en tal o cual asunto. Se trata de ir los dos
a una, aun cuando no estén de acuerdo en lo mismo: recordemos, una relación no
nos convierte en siameses, que siempre tienen que ir el uno donde decide ir el
otro, ni tampoco en una suerte de sumisión a un mando supremo. El arte de
dialogar, de conseguir mediante las palabras que uno sea consciente de la suerte
que tiene porque alguien tan diferente a él mismo le elige cada día, porque eso
es el matrimonio: dar gracias a Dios cada mañana porque una vez más elegimos al
otro y el otro nos elige a nosotros. La grandeza del amor humano es descubrir
la sagrada condición del otro como distinto a uno mismo; ahí radica la
admiración al otro, necesaria también en cualquier relación interpersonal. El
respeto nace de la consideración del otro como diferente y digno de ser amado
por sí mismo, tal cual es, y es imprescindible en cualquier relación.
Nada hay seguro en esta vida, y eso incluye la maravilla que
es el amor humano. Un día fue el primero del resto de nuestra vida porque
alguien decidió compartir la suya con nosotros; el reto está en continuar optando
por el otro, construyendo día a día ese hermoso camino que es la vida, lleno de
baches, de resaltos y de curvas o cambios de rasante que nos impiden ver qué
hay delante. Pero, ¿hay algo más hermoso que una aventura a medias, llena de
sorpresas, y que, además, dure toda la vida?
Por otra parte, no podemos nunca perder de vista que el amor
humano, ese regalo maravilloso que el Creador nos puso en el corazón, es un eco
del Absoluto Amor de Dios por nosotros. Hemos de tenerlo siempre presente:
somos sus hijos, su puro reflejo; y eso es razón más que suficiente para cuidar
tan gran tesoro. Gracias siempre, Padre, por hacernos parecidos a Ti.
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