El final... y el principio

Sí. Llegó el último día de vacaciones. Mañana, Dios mediante, me toca volver al despacho, ese lugar de cuyo nombre no quiero acordarme -al menos no todavía-, pero al que inexorablemente se encaminarán mis pasos a tempraneras horas matinales. Es la ley: treinta días de vacaciones, y vuelta a galeras. Mi operación retorno es bien corta: los escasos diez minutos que separan mi precioso hogar del despacho, por lo que no encontraré retenciones ni atascos en el camino.

Que nadie se engañe: adoro mi trabajo, tratar con la gente y ser una “remendona de almas”, como yo misma me califico. Lo cual no quita que me encanten esos días sin despertador, en los que se puede desayunar a mesa y mantel y con tranquilidad mientras escuchas música de la buena. Por eso, la vuelta al despertador, a las prisas y al “me-parece-que-se-me-ha-olvidado-algo” mientras salgo de casa a toda pastilla, me da algo de repelús.

Mañana volveré a lo que es mi vida y mi vocación: la enseñanza, algo que no se puede reducir a los centros educativos para las diferentes edades; quien ha nacido para mostrar al otro su irrestricta capacidad para aprender cualquier cosa que le ayude a mejorar como persona tanto en su entorno como en su puesto de trabajo, esa persona es un “maestro” en el más amplio sentido de la palabra. Al igual que otras profesiones también vocacionales (por ejemplo, las relacionadas con la medicina), es necesario amarlas para poder ayudar a los demás. Desde mi lugar de trabajo (también definido por mí misma en otras ocasiones como “mi lugar en el mundo”) enseño a quienes vienen hasta mí, en muchas ocasiones con más miedo que otra cosa porque desconocen absolutamente qué es la Iglesia y para qué estamos quienes trabajamos en una Curia diocesana (es decir, las oficinas de la diócesis, ubicadas casi siempre en el Obispado).

Pues bien, toda esta introducción para decir que mañana inicio un nuevo curso laboral, y en dos semanas será el académico (y último, si Dios quiere, de mi licenciatura). Vuelvo a mi día a día, a mi música suave puesta en el despacho a modo de banda sonora que acoge y arropa a quienes se acercan a él, y a ver qué montón de correspondencia me está esperando con los brazos abiertos en cuanto aparezca por la puerta y ponga mi precioso dedo en el aparatito de fichar cada mañana.

El final de algo siempre es el principio de otro algo, ni mejor ni peor que el anterior, sino distinto. Es la idea que debemos tener presente, que nada se acaba de modo definitivo, ni siquiera la vida, porque después de esta -que es de entrenamiento- viene la verdadera, la que es para siempre, para la eternidad completa. Por eso, lo que aquí debemos hacer es prepararnos para la otra, de tal modo que vayamos directos a ella, aunque tengamos que pasar algún tiempo en el taller de chapa y pintura, reparando desconchones, piezas rotas y limpiándonos de lo que nos hemos llevado puesto desde aquí. Pero el destino final es el Absoluto: la Belleza absoluta, la Verdad absoluta, la Vida absoluta y plena con Dios. Cierto es que no tengo ninguna prisa en verle la cara al Señor, pero tampoco tengo miedo a que se me termine la existencia terrena que experimento ahora mismo. Por otra parte, es verdad que sé que todo lo que estoy aprendiendo, la preparación que estoy recibiendo va a ser para algo, que el plan que mi Padre del cielo tiene preparado para mí no se quedará en que estudie una carrera más. Pero eso se lo dejo a Él, que a mí me encantan sus sorpresas: siempre me hace reír y termino mirando al cielo mientras le pregunto, con una enorme sonrisa: “¿En serio? ¿Te estás quedando conmigo?” Y Él se ríe a carcajada limpia, y esto lo sé porque de vez en cuando le oigo.

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