Somnolencias

Vuelvo ahora mismo de un sueño extraño, no porque recuerde el delirio de mi subconsciente, sino por la nube que hay en mi mente, que no termina de arrancar ni de alcanzar su habitual claridad. Ni siquiera sé si esto es una oración, un desahogo o un relato automático… aunque, por otra parte, ¿qué diferencia hay entre ellos? El mundo de hoy, alejado de la verdad objetiva e incontestable de la existencia de un Dios providente y amante que nos ha creado para ser felices, ha distribuido estratégicamente millones de posibles respuestas al porqué más esencial de la persona, con el único fin de que nadie encuentre por sí mismo la respuesta al sentido de la vida. De ese modo, cualquier realidad, cualquier mundo o universo, es posible: de eso trata ese “metaverso” que nos quieren implantar en el cerebro a toda costa para relativizar absolutamente todo lo que nos rodea. Así, sin ningún asidero posible, la persona vaga por el mundo, detrás de cualquier predicador de tres al cuarto que le prometa la felicidad o, al menos, que no le duela el alma durante cinco minutos tomando el tónico milagroso del Dr. Smith.

Puedo sonar cínica, pero no existe un calificativo más lejano para mí. Es lo que veo, lo que palpo cada día en mi cotidianeidad: increencia, desconfianza, el miedo de quien tiene una brújula rota en la mano y no sabe a dónde va ni el camino a casa. Como en la Odisea, las personas vagan por el inhóspito mal, zarandeados por monstruos y víctimas de unos dioses caprichosos y vengativos que se divierten a costa del sufrimiento de esa criatura llamada ser humano. Es una pena que los poderes fácticos actuales sean esos diosezuelos rencorosos que se empeñan en escatimar a los pobres mortales la verdadera ruta que les llevaría a casa, empezando por privarles de una verdadera educación integral que les conduzca a descubrir por sí mismos esa semilla de eternidad que existe en el interior de cada persona.

Lentamente, se va despejando mi pensamiento. El calor de la canícula de julio hace huella y no hay un poro de mi piel que no esté sufriendo la temperatura, lo cual también tiene consecuencias para mi intelecto. No obstante, sigo sin saber si esto podría llamarse oración, pues tiene más apariencia de reflexión antropológica que de otra cosa. Teóricamente, una plegaria debe hablar de Dios, de la Santísima Virgen o de los Santos, ¿no? Pues también disiento en ese concepto. Orar es abrir la boca (literalmente, del latín os, oris) y hablar con alguien; de hecho, cuando estudiaba en el colegio, la oración era definida como la expresión, verbal o escrita, de un pensamiento completo. Y si nos colocamos en el plano religioso bien podría aplicarse ese mismo concepto, ¿no te parece, Señor? Hablar contigo es expresarte un pensamiento completo, o muchos; hacerlo en voz alta, mentalmente, por escrito o incluso cantando (San Agustín decía que quien canta bien reza dos veces). Sí, creo que ya lo voy viendo claro. Llevo hasta ahora mismo quinientas ocho palabras, once ya, de oración vespertina en el primer domingo del mes de julio, con muchos grados a la sombra y un ventilador que gruñe cíclicamente sobre mi cabeza.

Ya está: he vuelto. Se aclara mi visión y caigo en la cuenta de que este es mi rato contigo, mi diaria declaración de amor y de intenciones, y mi cotidiana petición de perdón con música de fondo, ese bendito sonido que siempre me ayuda a centrarme, cada vez más presente en mi existencia y por el que te doy las más infinitas gracias. Ese regalo hecho a los seres humanos no se sabe cuándo, pero presente desde los inicios de la humanidad, cuando la armonía de los sonidos constituyó la primera melodía. Me viene ahora mismo a la memoria la cosmogonía que Tolkien construyó en El Silmarilion: esa creación hecha con melodías que ya eran hermosas cada una en sí misma, pero que al unirse formaron el universo gracias a la inmensa belleza que creó su armonía. Por alusiones, ahora suena la banda sonora de La Comunidad del Anillo, con ese violín que describe la felicidad de la apacible vida de los hobbits en La Comarca, las verdes praderas donde viven y la ausencia de peligros en sus vidas. Esa es la vida que muchos querríamos tener, pero no sería real, porque los problemas existen y nos alcanzan más pronto que tarde querámoslo o no. Cuando, tras la reunión de los Ents, estos les comunican que no tomarán parte en una guerra que no les concierne, Merry le propone a Pippin volver a La Comarca para estar a salvo. La respuesta del segundo no puede ser más clara y dura: no habrá Comarca porque la guerra llegará a todas partes; por tanto o se detiene en ese momento o el mundo será destruido. Una caída de bruces en medio de la realidad, esa que no nos gusta a nadie porque solo tiene problemas, inflación, una guerra amenazando a Europa y al resto del mundo y de incalculables consecuencias, gobiernos inoperantes regidos por el poder económico y por el afán de dominio sobre el indefenso, y cada vez más ignorante, pueblo que ve la realidad como los habitantes de la caverna de Platón, y, lo que es peor, sin intención alguna de ver lo que hay en el exterior.

Y la única Verdad, la Luz para el Camino hacia la Vida la dejamos fuera (nos meteremos todos en el saco). El único que de verdad nos devuelve la dignidad perdida, nos pone el anillo de hijo y heredero en la mano y las sandalias en los pies, que nos abraza y perdona sin reservas ni rencores, es Dios. Sí. Cristo nos lo enseñó en persona cuando pisaba la tierra de Palestina; se lo encargó a sus más directos colaboradores y desde entonces su mensaje ha sido difundido por todo el mundo: la única solución es el amor. El odio solo engendra odio y termina por devorarse a sí mismo. El amor rompe la espiral del odio y termina con las discordias. Curiosa palabra dis-cordia (corazones separados) y su opuesta con-cordia (corazones unidos). No es separación de mente, sino de corazón, porque lo que une es el amor, no otra cosa. El amor nos lleva a contemplar la realidad pura del otro, al tiempo que nos hace también vernos reflejados en él en lo bueno (aquello que tenemos en común) y en lo malo, pues San Agustín decía que cuando vemos un vicio en el otro es porque en él estamos reconociendo uno propio.

Solo el amor nos hace libres: querer al prójimo porque sí, por su inmensa dignidad de ser humano, de hijo de Dios como nosotros, evita que le hagamos mal porque es un igual, independientemente de su credo, raza, nacionalidad, sexo o cualquier diferencia accidental. Porque todos formamos parte de la misma familia humana, hijos amados y queridos por un Dios providente y bueno que solamente quiere que seamos felices, que llora con nuestro sufrimiento y que quiso hacerse hombre para amarnos aún mejor de lo que ya lo hacía como Dios. Gracias a Jesucristo también somo amados con un corazón humano, el suyo, roto de amor por nosotros. Hay esperanza para la humanidad, siempre existe la posibilidad de volver los ojos a Dios. De nuevo me viene Tolkien y esa preciosa respuesta de Sam a Frodo: hasta la peor oscuridad pasará, como en esas historias en las que el héroe tiene la oportunidad de dar marcha atrás, pero no lo hace porque cree que aún existe el bien en el mundo, y esa esperanza es la que le mantiene en la lucha. El héroe clásico en la mitología griega no era el que siempre vencía en sus gestas, sino el que siempre luchaba por conseguirlo, aunque al final no fuera posible. Lo heroico es levantarse tras cada golpe; solo fracasa quien después de caer elige permanecer en el suelo.

Sí, definitivamente, esto es una oración de esas que me inspira mi amigo Septiforme, el Espíritu Santo, nacido del amor entre el Padre y el Hijo, que viene a mí con sus dones y me lleva las manos por las teclas para expresar, a veces de intricadas maneras, cuánto me ama y cuánto y cómo le amo yo a Él. De nuevo mi amor aparece declarado entre letras y melodías, con mis ojos vueltos a Él y mi alma abierta de par y en paz por Él y solo por Él. Gracias por el don de la escritura. Gracias por la música y lo que ella me hace sentir y vivir. Gracias por todo lo que me enseñas cada día. Gracias por la oportunidad de dirigirme a Ti con tantas oraciones como pueblan estos párrafos que solamente respiran por y para Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo.

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