My broken road

Desde que la escuché me llamó la atención su estribillo: "Dios bendiga el camino roto que me llevó hasta ti". Es una bella canción de Rascal Flatts, con muchas versiones hechas por diferentes artistas. La mía, mi personal camino roto aún sigue así, hecho trizas, cada vez más deshecho, desmoronado y con más baches. No en vano hace décadas que fue construido por mí, y no ha sido reparado nunca por una simple razón: por más que se quiera, el pasado no puede recorrerse de nuevo, seguirá igual de roto o de limpio como lo dejamos cuando pasamos por primera y única vez por él.

Lo importante no es el camino, sino a dónde nos lleva, o, mejor aún, hasta quién. Porque cuando se trata de encontrarse con alguien, lo de menos es el estado de la vía por la que vamos. Lo esencial es andar, un paso tras otro, sin prisas porque hay que disfrutar y dar gracias a Dios por el paisaje y por las gentes que vamos conociendo, y también sin pausas excesivas que nos puedan distraer de nuestro viaje. Este es uno de los mayores desafíos hoy: no tener claro el camino por el que debemos transitar y comenzar a distraernos, recorriendo senderos que aparecen pero que, en principio, no estaban en el mapa original; entramos en ellos, nos metemos en jardines de difícil salida y, cuando nos damos cuenta, nos hemos perdido y a veces somos incapaces de volver al camino original.

Con esto no quiero decir que debamos ser rígidos en nuestros planes, todo lo contrario, porque, precisamente, la vida es el mejor “rompe-planes” que conozco: no hay plan que haga que no se me deshaga por uno o varios sitios, de tal manera que siempre me queda un recompuesto de piezas que apenas se parece al diseño original, pero que me ha dado más satisfacciones que si se hubieran hecho las cosas tal y como yo quería. Hace tiempo encontré una frase que me hizo pensar bastante: “Viniste a ser feliz. No te distraigas”, y de eso se trata, de no dejar que, como dicen que dijo John Lennon, la vida sea eso que nos ocurre mientras nosotros nos empeñamos en hacer otros planes.

Vivir es algo que “sale solo”, pero, quizá por eso mismo, no nos damos suficiente cuenta de ello y nos quedamos en las frustraciones de planes que no salen, amores que se deshacen como un azucarillo en la primera tormenta de verano, trabajos que no llenan porque se hacen para salir del paso y no se les pone la pasión que requiere… y así, sucesivamente, en todos y cada uno de los campos de la vida.

Vivir es hermoso, maravilloso, grandioso, aun cuando uno está hecho un trapo, porque, aun entonces, sigue siendo hijo de Dios; precisamente en esos momentos es cuando Él se pone especialmente atento y tierno con nosotros, cuando más le necesitamos, cuando la tristeza se asoma al alma y miramos hacia Él con los ojos encharcados en lágrimas, pidiéndole que nos eche una mano o que se haga su voluntad, sea cual sea, con tal que Él nos coja de la mano y nos ayude.

La experiencia de ser hija de Dios, consciente y conocedora de tal condición, tiene un efecto secundario inmediato: paz interior sin límite y una alegría que puebla mi entero ser, de cabeza a pies, con parada especial a la altura de mis ojos, por donde se sale el orgullo de mi filiación divina. Sí, ¿qué pasa? Soy hija de Dios, nada más y nada menos que la hija del dueño del mundo… ¡casi nada! Y todo ello dicho en serio, sin intención de hacer gracietas. Es la pura realidad.

Pero no soy hija única, sino que todos los seres que pueblan este bendito mundo son criaturas de Dios, hijos suyos. En todos existe esa huella, ese gen, que nos empuja hacia Él, a buscarle, aunque algunos están un tanto despistados y no consiguen encontrarlo porque lo buscan justo donde no está: fuera de ellos. San Agustín estuvo bastantes años también con el sentido de la orientación divina un tanto descalibrado, hasta que, al fin, se dio cuenta de que Dios estaba más dentro de Agustín que el mismo Agustín.

Si ahora mismo alguno me preguntase dónde está Dios, mi respuesta sería rápida: ¡Buscándote! ¿A qué esperas para encontrarte con Él?

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