Lotófagos redivivos

Parece mentira que lo que era un mito relatado por Homero en su Odisea, allá por el s. VIII a.C., sea la realidad que padecemos en nuestros días: en el canto IX se relata el desembarco de Ulises junto a su tripulación en la isla de los comedores de loto (lotófagos), un extraño manjar que a todos gustaba y que no paraban de comer, sin darse cuenta de que, según les iba haciendo efecto, caían en el olvido de quiénes eran y de qué hacían allí, perdiendo la voluntad y cayendo víctimas de esa planta en una adicción al bienestar que esta la producía.

Pues bien, exactamente eso es la actual anestesia general del mundo ante la injusticia revestida de poder y con residencia casi permanente en no pocos gobiernos, la impasibilidad con que asistimos a imágenes de guerras por todas partes y a toda atrocidad y truculencia que produzca audiencia en cualquier medio de comunicación. A Ulises le costó mucho sacar a su tripulación de aquella trampa mortal (muy bien retratada, por cierto, en "Percy Jackson y el ladrón del rayo", que la sitúa en Las Vegas), pero parece que nuestra "civilización" está cómodamente asentada en ella y se nutre habitualmente de ingentes cantidades de loto a través del ciberespacio o de cualquier otro medio de comunicación.

No soy pesimista. Jamás lo seré, porque creo en la capacidad del ser humano para despertar de este mal sueño y de decir, puesto en pie: "basta ya". Soy consciente de que yo sola no puedo poner remedio a esta situación, pero sí que puedo decirlo allá donde voy, incluido el mayor productor mundial de loto que es internet.

Otra preciosa película viene ahora mismo a mi mente: el entrañable Wall-E, aquel robot que hacía montones de basura en la tierra y que termina en la nave espacial donde, muchas generaciones después, las personas no solo no recuerdan que una vez habitaron un hermoso planeta, sino que pueden moverse y pensar por sí mismas. Recomiendo esta película para ilustrar estas líneas mucho mejor que mis palabras.

Nos aguantamos con lo que nos echen por la pantalla (me da igual dónde esté instalada: móvil, ordenador, tv, etc.), con tal que no nos molesten demasiado ni nos hagan levantarnos de la silla. Es hora de pararse a pensar si de verdad este es el mundo que queremos: donde la vida vale en función de su utilidad, donde hoy se prefiere tener mascotas a tener hijos, donde se asesina al ser humano aún no nacido pero se lucha para defender el bienestar de los pollos en las granjas… En fin, tantas contradicciones, que es imposible enumerarlas todas.

Ánimo, valientes. Despertaos, vamos, levantad la mirada del smartphone y ved que hay vida más allá de ese metaverso alternativo, creado con el único fin de que el ser humano pierda la poca conciencia que le queda de su altísima dignidad como criatura hecha por el inmenso e inefable amor de Dios. Soy consciente de la dificultad que supone para un adicto romper el círculo que le domina, porque he conocido algunos; el primer paso, el que de verdad le da esperanza de curación, es el ser consciente de su problema. No cejo en mi empeño ni en mi oración para que los seres humanos, esas maravillosas criaturas que pueblan este hermoso planeta, sean capaces de salir del Matrix en que viven, consciente o inconscientemente, y planten cara al inmenso comercio que saca pingües beneficios a su costa, adormeciendo las conciencias y agrupando las gentes en función de su utilidad.

La mejor arma contra todo esto se llama educación integral, pero no la que viene impuesta en modelos ideologizados, marcados por las directrices del gobierno de turno, sea del signo que sea. Estudiar y aprender la historia real de cada nación, civilización, pueblo de la tierra, asumiendo que el pueblo que olvida su historia está indefectiblemente condenado a repetirla, porque no ha aprendido nada de sus errores y vuelve a cometerlos de nuevo, una y otra vez.

La enseñanza, impartida con libertad y por verdaderos profesionales que llevan esa vocación en el adn, que no se dejan arrastrar por la ideología de turno y que son capaces de conseguir que sus alumnos piensen por sí mismos, decidan con criterios bien formados y, por fin, compongan una sociedad en la que, de verdad, se persiga y consiga el bien común de todos. Aristóteles tenía en esto su máxima aspiración para los ciudadanos: la polis, la organización del estado, todo el trabajo de los gobernantes debía ir dirigido a que los ciudadanos fueran felices, y eso solamente se podía conseguir desde la educación de todos y para todos, consiguiendo que para el ciudadano, cumplir la ley (destinada al bien de todos) era una obligación religiosa, inserta en su propio genoma de animal social.

Creo que aún no está todo perdido. Espero que no sea así. No pierdo la esperanza y, como, además, soy católica, sigo pidiendo a Dios que no terminemos de destrozar este hermoso legado que nos dejó para administrar, y resulta que el administrador no es el dueño de la cosa, sino el responsable no sólo de mantenerla, sino de hacerla crecer y mejorar. Es tarea de todos preservar no sólo la naturaleza, sino a quienes la poblamos, mantenemos, administramos y, por qué no decirlo, también la amamos.

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