Inolvidable

Dícese de aquello que no es posible olvidar. Momentos que se quedan tatuados a fuego en la memoria, en silencio y esperando a que les llegue la ocasión de volver de nuevo al corazón, que los tamiza, filtra y convierte en recuerdos (re-cordar: volver al corazón) que probablemente tienen un fondo de verdad, pero un mucho de reconstrucción subjetiva realizada por el sujeto recordante en cuestión. La memoria es así: aunque el hecho se quede grabado, el viaje en el tiempo siempre les pone un poco de maquillaje que les convierte, a veces, en realidades paralelas que no se parecen en nada a las originales.

Sin embargo, ahora no me refiero a tiempos pretéritos más o menos pluscuamperfectos por lo lejanos, sino a la más estricta realidad, convertida ya en inolvidable según va transcurriendo el día. Estoy ahora mismo en los comienzos de mi único día de vacaciones en estas dos semanas de exámenes de mi cuarto curso de estudios en Salamanca. Esta mañana hice el examen que ha cruzado el istmo semanal y hasta el lunes por la tarde no tengo el siguiente. Mañana tengo un acontecimiento nuevo en mi vida y que me ilusiona sobremanera: voy a asistir a la graduación de un amigo que ha devenido en hermano del alma en el poco tiempo de nuestro conocimiento: apenas dos años, pero de lo más intensos: una pandemia, una borrasca invernal llamada Filomena con una mala idea increíble, y un curso entero de compartir momentos irrepetibles en tres intensos días de clases al mes.

Se termina ya la historia de los tres mosqueteros en Salamanca, mañana será nuestro último día juntos. Uno acaba los estudios y a los otros dos nos queda un curso más, si Dios quiere. No hay palabras para describir ni modo de calcular el peso de una amistad, quizás una canción sí puede hacerlo, por ejemplo, la que ahora mismo suena: “You are always in mi mind”, sonando en el hermoso piano de Beggie Adair, sin letra pero con todo el amor del mundo flotando en cada nota; la melancolía de quien reconoce la huella que alguien deja en su alma es quien acaricia mi alma. Siempre estarás en mi mente, y también en mi corazón, añado, como un eterno retorno de sonrisas, tiempos, prisas, agobios y juramentos en arameo y otras lenguas muertas ante las dificultades que un estudiante, que además tiene otro par de millones más de tareas a las espaldas, debe afrontar cuando quiere/debe sacar los estudios.

Irrepetible es otra palabra que va a juego con inolvidable. Si fuésemos conscientes de que cada instante de la existencia desaparece en el tiempo para no volver jamás, quizás viviríamos con más cuidado y más intensidad a la vez. Esta mañana, cuatro amigos nos hemos ido a tomar algo para celebrar el final del examen de hoy: algo que no se volverá a repetir, ni siquiera aunque los mismos cuatro volvamos al mismo lugar y tomemos lo mismo; ya nada será igual. Lo irrepetible adquiere en milésimas de segundo la categoría de inolvidable -o de olvidable, si la cosa no ha sido para tirar cohetes precisamente-, pero en todo caso, ya ha pasado y jamás volverá. No sé si será mi edad provecta o la sabiduría que me está proporcionando este regalo que es volver a la universidad cuando ya las canas blanquean mi sien, como dice el tango, la causa de la conciencia cada vez más clara de que el tiempo se escapa y la vida con él, y de que tengo la obligación de ser consciente de cada minuto transcurrido, compartido y experimentado. Después ya veré en qué cajón de la memoria lo guardo, pero el hecho es que no quiero dejar este mundo sin haberlo sentido palpitar en mis manos. En definitiva, de eso trata la vida, de que sea yo quien tome las riendas, no de que ella me arrastre de los pelos o me lleve en volandas. No. La vida me ha sido regalada a mí, a esta que suscribe, y a mí me serán pedidas cuentas de lo que yo haga con ella, del bien hecho y del dejado de hacer, del mal hecho y del no evitado, pero también del amor esparcido durante los años ya vividos y los que me queden que andar por aquí.

San Juan de la Cruz dice que al atardecer de la vida nos examinarán del amor. Sí. Dios nos ha regalado el mayor Amor, nos dio a su Hijo, que nos explicó en qué consistía esto de vivir como Dios manda, algo tan simple como amar a fondo perdido a todo aquel que se nos ponga por delante, incluso a quien no nos cae bien o nos hace el mal por elección personal. El único mecanismo para cambiar el mundo es amarlo, aun como está ahora, hecho unos zorros, lleno de tragedias, de maldades, de malos, de malísimos y de archienemigos variados, resulta que no todos somos iguales y también hay quienes andamos por ahí con el corazón por bandera y amando a diestro y siniestro… y así nos va, que la mayoría del tiempo tenemos el alma en cabestrillo y llena de golpes, remendada y sangrando. Pero es que el amor es así: no conozco a nadie que tenga el corazón limpio, bien pulido y brillante después de amar de verdad a otro. Los corazones limpios están sin usar, por eso no tienen ni un rasguño: sus dueños les ponen tales armaduras para preservarlos que no les llega ni siquiera la parte buena del amor, son tan incapaces de amar como de sentirse amados, para su desgracia.

El amor es fuerte y frágil a la vez, de ahí su impresionante poder para cambiar a las personas cuando de verdad les toca de lleno. A mí me ocurrió: Él me tocó y, desde aquel mismo instante, nada volvió a ser igual, ni siquiera yo.

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