Creatividad y pasión

Hoy es Pentecostés. Fiesta grande en la Iglesia. Acabo de escuchar una meditación que comenzaba con la anécdota de un sacerdote que quiso preguntar a unos niños quién era la Santísima Trinidad. Tras unos momentos de inquieta espera y algunos cuchicheos infantiles, hubo un valiente que levantó la mano: “El Padre es Dios; el Hijo es Jesús; y el Espíritu Santo… bueno, el Espíritu Santo no se sabe muy bien quién es”. No se le puede negar el ingenio a la respuesta, y tampoco la sinceridad y la inocencia del voluntario que respondió. Sin embargo, si hoy hiciese esa misma pregunta dudo que las respuestas fueran muy diferentes a la del niño (algunos ni siquiera habrán oído hablar de la Trinidad, mucho menos del Espíritu Santo).

En los Hechos de los Apóstoles se narran algunos episodios en los que las respuestas también son la sincera confesión de no conocer quién es ese Espíritu del que les estaban predicando. Más de dos mil años después, por desgracia, la situación es la misma incluso dentro de la propia Iglesia Católica: muchos bautizados apenas conocen quién es el Espíritu Santo. La tarea de enseñar a los que no saben es ingente, y obligatoria para aquellos que hemos recibido una buena formación como un don precioso de Dios, que se fijó en nosotros no sé por qué, y decidió llevarnos por el camino de la educación y del estudio sobre Él y su Iglesia.

En la película “La Cabaña”, aparece descrito el Espíritu Santo como “la creatividad de Dios”, y me parece una buena característica, porque es así. Los impulsos del Espíritu en nuestra vida son esas “ideas u ocurrencias” que nos empujan a hablar de Dios, o a poner en obra aquello que hemos leído o escuchado en el Evangelio del día, o también a la hora de explicar a los que no saben, quién es Dios y quién es la Iglesia. Pero también es pasión, es fuerza divina que nos empuja a hablar de Dios, a ser coherentes y llevar una vida acorde a lo que predicamos, a poner el alma en cada tarea que hacemos dentro y fuera del trabajo, dentro y fuera de la familia. Es la pasión que se nos sale por los ojos, con ese brillo especial que luce cuando nos sentimos llenos de Dios (entusiasmados, literalmente).

El color para la liturgia de hoy es el rojo: color del Espíritu, de las llamaradas de fuego que se posaron sobre los apóstoles aquel primer Pentecostés en Jerusalén. Fuego y pasión que el mismo Cristo destiló durante su vida en la tierra: quería traer fuego a la tierra y se consumía porque aún no estaba ardiendo; que nadie se llame a engaño, Cristo no era un pirómano, el fuego al que se refería era al del corazón: “¿no ardía nuestro corazón mientras nos explicaba las Escrituras?”, decían los dos de Emaús cuando volvían a Jerusalén para dar testimonio de la resurrección de Jesús. Ese es el fuego necesario para poner patas arriba este mundo embarrado, deprimido, triste, desesperado y hundido por el pecado y la inacción de quienes tienen -tenemos, nos meteremos todos porque ninguno estamos libres de pecado- la facultad, el poder y la misión de llevarlo hasta Dios.

El Espíritu Santo se queda a vivir en las almas que le abren las puertas, en las manos que están dispuestas a mancharse con lo que haga falta con tal de traer su fuego a la tierra, de instalar permanentemente el Reino de Dios en este mundo que tanto lo necesita, que llora y busca un salvador con minúsculas, escondido en su propio mundo con las puertas cerradas por miedo (¿a qué?), cuando tiene sentado a la puerta al único Salvador, al que dio su vida por los hombres de todos los tiempos y es capaz de hacerle volver a la vida.

Hoy es Pentecostés y tenemos una hermosa oportunidad de abrir de par en par las puertas para que entre el Espíritu Santo, para que la creatividad de Dios se aposente en nuestra mente, en nuestra alma, en nuestro corazón y en todo nuestro ser. Dejémosle transformarnos, ponernos la vida patas arriba para que así tenga sentido de verdad, para que la única Luz ilumine el único Camino que nos lleva a la verdadera y única Vida. 

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