Silencio
A mi alrededor. En mi hogar, solamente alterado por el motor de un frigorífico que ya tiene unos añitos y que, como a quienes pasamos de los cuarenta, gruñe cada vez que echa a andar. Pero no se puede decir que haya nada que sobrepase en decibelios ahora mismo a mis dedos en las teclas. Sin embargo, en mi interior es casi imposible mantener no ya el silencio, sino la calma. El tornado de categoría cinco que ahora mismo da vueltas y vueltas, arrasando todo a su paso, me tiene bloqueada, embotada, las mandíbulas casi clavadas entre sí de la pura tensión que ahora mismo está liberando mi estresada persona.
Todo se
junta, todos los problemas, preguntas, consultas, dudas, asuntos pendientes,
colgantes y andantes tienen que llamar a la puerta el mismo día y a la misma
hora. ¿Por qué? Y, lo que es más importante, ¿para qué?
No puedo
decir que esté haciendo gala de mi proverbial calma y capacidad para sacar bien
de lo malo, precisamente porque ahora mismo estoy sufriendo el ataque de la
climatología psicológica; siento que hay un millón de personas colgadas de mis
brazos, o una sola que pesa como un millón… no lo sé. El caso es que estoy a
punto de ponerme a gritar o a salir corriendo a ningún sitio, pero lejos de
este momento particular, cuando las heridas ya cerradas duelen de nuevo como si
estuvieran abiertas, y la experiencia pasada no puede servir para remediar el
dolor de alguien muy querido que está pasando por el camino que yo anduve
tiempo atrás.
Curioso el
amor, que hace que uno prefiera sufrir en su persona para que aquella a quien
amas no perciba el más mínimo roce. Esta idea la entiende cualquier persona que
tenga un corazón de carne y sensible a los demás, que ame de verdad a alguien y
se preocupe por su bienestar y su felicidad. Eso lo hizo Jesucristo por mí, se
dejó matar para que yo no sufriera el eterno dolor de una muerte sin fin, la tortura
de pasar toda la eternidad lejos del Amor por culpa de mis errores cotidianos. San
Pablo lo dice muy claro: se entiende que alguien dé su vida para salvar la de
otra persona que es buena y a la que quiere, pero ¿dar la vida por quien es
malo? ¿y darla voluntariamente? Ese es el gran misterio de la cruz, de la
redención de la humanidad entera; sí, entera, que esto no es patrimonio
católico: Cristo murió por todos, de ahí su interés en ser conocido por todos,
para que no se pierda ninguno y su sacrificio sea útil para el entero género
humano (buenos y malos que sean capaces de replantearse su vida y corregir el
rumbo).
Solamente
cuando pasas por esa situación de ver sufrir lo indecible a quien es muy
querido, puedes casi ponerte en los zapatos de Dios, que prefirió entregar a su
Hijo antes que permitir que el ser humano se perdiese por su propia tozudez y
soberbia. Tanto le duele el ser humano, y tantísimo más le duele el dejar que
alguien decida vivir al margen de Él, arruinando su vida presente y futura por
propia voluntad. Dice San Agustín que Dios no nos salvará sin nosotros mismos,
es decir: hay que pedir ayuda a Dios, que no vendrá mientras no escuche la
petición; respeta la libertad de la persona hasta tal punto, que, como aquel
padre de la historia que cuenta San Lucas, deja que el hijo se marche aun
sabiendo que no va a salir bien el plan; lo espera día tras día, saliendo al
camino, pero no va en su busca porque el hijo dejó claro que se iba por
voluntad propia a hacer su vida.
El silencio
no llega, pero la calma sí va apareciendo en el horizonte de mi atribulada
mente. Lenta y pausada, la belleza de la serenidad se va asentando en mi alma
y, poco a poco, va saliendo el sol que le da las gracias a Dios por otro regalo
más en este bendito día de viernes. Según el astro rey empieza su declive, la
tranquilidad viene a compartir conmigo el sofá; quién sabe si se quedará a dormir
cuando mi querida Selene reine en la hermosa noche.
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