Poda
Me canta el piano y me pregunta cómo dejo que continúe sonando la música. Tristísima melodía, aún mas hermosa por su lamento de corazón roto. Es un misterio cómo el alma humana es capaz de escribir, cantar o componer las más bellas obras cuando está hecha pedazos. Es la ternura que provoca quien fue con sus mejores galas para ser amado y vuelve ajado, con la ropa manchada y el ánimo en cabestrillo, lloroso e incapaz de levantar la cabeza. Como ese hijo pródigo que volvió hecho harapos por dentro y por fuera, sin razón alguna para la más mínima esperanza de recuperar el puesto que rechazó, y menos aún la fortuna que derrochó en mil corrupciones. Cuántas posibilidades se le pasarían por la cabeza a lo largo del camino, imaginando las múltiples reacciones de su padre y de su hermano mayor; no habría música esperándolo porque se merecía un buen castigo por su mala cabeza…
Pero el castigo se lo impuso él solo con su conducta: no lo
condenó el padre, sino que fue él mismo quien se contrajo por dentro: eso es lo
que significa contrición, arrugarse por dentro, comprimirse y quedarse reducido
a la mínima expresión, como cuando tenemos mucho frío y nos hacemos una bola
para que no se pierda el calor, volviendo a lo que se conoce como posición
fetal. Es curioso: un corazón así, intentando protegerse para que no le causen
más daños, intentando esconderse para que nadie vea cuánto está sufriendo ni
cómo sangra por todos sus poros. Cuántas veces estamos así porque nos hemos
dado cuenta del mal cometido, del daño inferido a otros (con o sin conciencia
de ello).
Con todo, hay un dolor interior aún mayor: el que
experimentamos cuando somos conscientes de que hemos malherido a quien más nos
ama, de que está sangrando por dentro y no nos cuenta su sufrimiento para no
echarnos en cara nuestra culpa, esperando que nos demos cuenta nosotros solos.
Cuando eso ocurre, cuando nuestros ojos descubren lo mucho que ha sufrido a
causa nuestra, que ha sido en silencio y que, pese a todo, no sólo no ha dejado
de amarnos, sino que, además, nos abraza con el más absoluto amor para hacernos
ver su perdón (per-don: más que un regalo), nos escondemos en lo más profundo
del desván del alma, hechos un ovillo en un rincón, llorando amargamente.
De eso va la Cuaresma: cuarenta días para parar el ritmo
diario, para repasar lo hecho y actuado desde el año anterior. Para ver cómo
está nuestra relación con el hermano (y, por tanto, con Dios mismo), qué se ha
de cambiar y qué no se puede cambiar y habrá que aprender a vivir con ello. No
es otra cosa la conversión: podar la vid para que brote con más fuerza y
produzca más uvas y mejor vino. Es una de las más bellas parábolas del Evangelio:
Cristo como la vid y nosotros como sus sarmientos; Dios podará al que se deje
hacer, a quien no quiera no le hará nada y lo dejará tal cual está.
Dicen por ahí que para ser santo no hay que hacer cosas
raras. Aunque vivimos tiempos muy difíciles, hay que recalcar que en los
últimos años han sido canonizados muchos santos que brillaron en la segunda
fila, lejos de las luces y de las portadas, que es posible ser santos hoy.
También hay incontables santos en zapatillas intercediendo por nosotros en el
cielo. Todos ellos, con peana y sin ella, cuando estaban en esta tierra se
detuvieron a hacer balance de su vida y decidieron dejarse podar por Dios para deshacerse
de lo inútil y continuar su camino ligeros de equipaje.
Quedan dos semanas de Cuaresma. Aún hay tiempo para sentarse
ante el Señor, mirarle y dejarse mirar por Él. Ese arrugarse uno mismo ante la
fealdad de lo mal hecho o de todo lo que se ha quedado sin hacer por indolencia,
dejadez o “porque no me apetece”, ante el dolor por el daño causado al corazón
de Dios, se volverá gozo inefable gracias a Él, que, como siempre, perdonará
sin poner condiciones. Eso sí, hay que hacerlo como Él manda, en la sede
penitencial, a través del sacerdote que es el vehículo del perdón de Dios.
Merece la pena hacerlo, y a quien le cueste trabajo, siempre le queda la opción
de pedirle ayuda al ministro, que facilitará mucho la cuestión.
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