Cadencias
Pachelbel pone el primer fondo a mis manos en esta ocasión: una melodía simple, otra superpuesta que se inicia perfectamente un poco después, y otra más, componiendo entre todas la belleza unida, diferente en sus partes, pero con una perfecta armonía que la hace única, hermosa. Así es mi vida: muchas fracciones distintas, muchas tareas, ilusiones, sueños, trabajos, fatigas, berrinches (que no todo es hermoso y maravilloso), soluciones para los berrinches, ofrecimiento de los berrinches al Señor para que vea dónde los pone o para qué pueden servirme, y la posterior devolución en forma de regalo divino, de nueva perspectiva e incluso de enriquecimiento personal y espiritual.
Una pluma es ahora quien sobrevuela mi tarde de escritura;
tarde de despedida, mientras el piano me lleva volando por encima de los recuerdos
de estas últimas semanas. Almuerzo compartido y casi de duelo, porque -he de reconocerlo-
no tengo ningunas ganas de bajar de este monte Tabor particular en que se han
convertido mis estudios canónicos. Como una niña pequeña, mi alma se aferra a
la puerta del corazón para no tener que decir adiós a quienes tanto significan
ya en mi vida. Un crecimiento con el que no contaba y que, como siempre, ha
sido una maravillosa sorpresa de mi Padre del Cielo. Lo decía antes de venirme
y lo repito ahora: a pesar de los exámenes, esta experiencia me está cambiando
la vida, y espero que siga así, porque sé que me está convirtiendo en mejor
persona; no sé hasta dónde llegan los planes de Dios para mí y tampoco quiero
saberlo, me basta con ser capaz de leer su escritura y así poder poner en
práctica su voluntad conmigo. Como decía San Agustín, da quod iubes et iube
quod vis.
Continúa la música de despedida sin melancolía (“En algún
lugar del tiempo” es la de ahora), sin dolor del malo, sino con la lágrima
agradecida que mana junto a la sonrisa del cariño, del profundo amor por un
lugar, por un tiempo que jamás volverá, por más veces que mis pasos me retornen
a esta bendita tierra castellana. Lo pasado, pasado está y será enmarcado y
colgado en mi desván de los sueños que se hicieron realidad. Ya no habrá más
eneros de 2022, tampoco más exámenes del primer semestre del curso, y tampoco
yo seré la misma la próxima vez que vuelva. Todo lo experimentado estas semanas
quedará en algún lugar del tiempo, donde permanecerá para siempre.
Una melodía desencadenada suelta ahora los grilletes de la
alegría interior y mi corazón baila al ritmo de los buenos momentos vividos
entre compañeros, amigos, con lazos cada vez más estrechos y, al tiempo,
frágiles, pues los días pasan, los cursos acaban y los estudios concluyen, con
la ineluctable obligación de volver para siempre al lugar de origen y poner en
práctica lo aprendido. Adiós, entonces, a las clases, a las preguntas, a las
risas, a las comidas en común, a las quedadas, a los avisos por el grupo de
whatsapp sobre tal o cual materia, o los cambios de horarios. Pero eso será
cuando toque; ahora mismo agarro el día con las dos manos para disfrutar de los
últimos instantes en un lugar donde, además de sentirme completamente libre
para ser quien en realidad soy, he aprendido la maravilla y la riqueza de la
diferencia. Vuelvo a donde comencé, a las melodías que se entrelazan y unen,
porque mi clase es una perfecta conjunción de ritmos, notas, acordes y armonías
diferentes que forman una sinfonía única y especial, un regalo continuo del
Señor para todos los que la integramos y para quienes la escuchan. Sí, digo
bien, porque nosotros, como grupo, somos una sinfonía de corazones que laten al
compás de Dios para servicio, goce y disfrute de aquellos que se cruzan en
nuestras vidas.
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