Epifanía
Día de Reyes y fin de mis fiestas personales e intransferibles. No hay más días de vacaciones pendientes de aprovechar hasta el último segundo. Ahora toca hacer una buena programación de las de este año recién estrenado, para que ni sobren ni falten días para lo que de verdad importa.
Se acaba también el tiempo de Navidad (apenas dos días más y
el domingo celebraremos el Bautismo de Nuestro Señor, que cierra el ciclo) y el
año entra con toda su fuerza en mi vida: mi primer trabajo (la Notaría en el
Tribunal Eclesiástico) y el segundo, derivado del primero, que desde hace más
de cuatro años me tiene anclada a una mesa y a una silla -que ya va notando el
peso y el paso del tiempo- y que ha dado con mis huesos en la más fantástica
aventura que jamás soñé: volver a la Universidad, y no a cualquiera, a la
Pontificia de Salamanca, donde he encontrado una nueva familia y en la que me
siento como en casa, donde me divierto como si fuera una niña y además estoy
aprendiendo una de las asignaturas más importantes para cualquier ser humano: a
amar sin reservas ni prejuicios a quien tienes al lado.
Sí. Mis compañeros son una verdadera familia, porque, al
igual que ocurre con las consanguíneas, yo no los elegí ni ellos tampoco a mí. Nos
conocimos todos el mismo día y desde entonces somos “el curso de la pandemia”,
porque con ella empezamos y, vive Dios, que terminaremos con ella. El bicho no
nos ha dejado vernos cara a cara en dos años, y vamos camino ya del tercero con
pocas perspectivas de ir con el rostro descubierto. En fin, Dios sabe más y
nosotros comprenderemos algún día para qué nos ha venido esta plaga del siglo XXI.
La pregunta general de hoy ha sido “¿qué te han traído los
Reyes?”; las respuestas, tan diferentes como las personas que celebran esta
preciosa fiesta de la Epifanía del Señor. Epifanía, es decir, Manifestación:
cuando el Hijo de Dios se mostró al mundo entero y resultó que no era como se
esperaba la mayoría de los que ansiaban ver al Mesías. Le pasó igual que con
muchos regalos de Reyes que luego hay quien los va a cambiar por otra cosa, o
incluso por un vale por el importe de lo devuelto. Y puesto que a Jesús no se
le podía devolver al remitente, el personal optó por pasar de él y no hacerle
caso porque, ¿cómo va Dios a manifestarse de semejante manera? ¿en un recién
nacido, de padres jóvenes y, además, pobres? Imposible de los imposibles. No
les gustó la epifanía y preferían más una Apoteosis: cuando el dios de turno
aparece envuelto en rayos, truenos y centellas, asustando y asombrando al
auditorio.
Lo que ocurre es que, como dice San Pablo, Dios se mostró de muchas
maneras y en diferentes tiempos a los hombres, incluida la que traía efectos
especiales, y apenas le hicieron caso. Si venía con fuego y azufre o destierro
durante décadas, puede que le obedeciesen durante un tiempo, pero en cuanto
pasaban varias generaciones y la apoteosis divina quedaba casi en leyenda,
vuelta otra vez a las andadas; y así, una y otra vez. Supongo que Dios se cansó
de montar todo ese espectáculo para que, al final, no sirviese, y optó por
mostrarse tal y como es: Amor puro. Y el amor no hace ruido, sino que va
surgiendo lenta y pausadamente, sin notarlo hasta que ya es una montaña que te
invade y se derrama por todas partes.
Ejemplos de este proceder de Dios hay a montones en la
Biblia: la zarza que ardía sin consumirse y que llamó la atención de Moisés, o
la brisa que pasó ante Elías. Igual ocurre hoy, cuando todavía existen los
milagros, pero todos vienen sin estruendo ni grandes luces. En este mundo de la
imagen, del sonido, de los grandes montajes y macro-conciertos en los que los
decibelios se cuentan por miles, la brisa no se oye y una zarza ardiendo no
llama la atención de nadie. Pero ahí está Dios: en la sonrisa de quien se cruza
contigo por la calle y no te conoce de nada, pero los ojos te gritan un “¡buenos
días!” por encima de la mascarilla. No digamos esta mañana, cuando los niños han
madrugado como jamás lo hacen durante el resto del año para ver los regalos y
los han abierto con toda la ilusión del mundo, en esos ojos que han mirado a
sus padres nada más ver el juguete había otro milagro, el de la acción de
gracias.
Cada día tenemos millones de milagros a nuestro alrededor,
algunos incluso conseguimos que sean hechos por nuestra oración confiada al
Señor, cuando ponemos en sus manos los problemas que nos ha confiado un amigo,
o ese asunto peliagudo del trabajo que no sabemos por dónde atajarlo o cómo
hacer para provocar el menor daño posible… Dios actúa con su gracia en nuestra
vida siempre que se lo pedimos, y suele dar mucho más de lo que necesitamos;
sólo tenemos que pedirlo. Ya lo dijo Jesús: “Pedid y se os dará”, pero hay que
pedir bien, por ejemplo, no se puede pedir que un rayo fulmine al jefe, porque
eso no va a pasar y hay que amar a los enemigos (jeje). Pero sí se puede poner
en manos de Dios al jefe y a nosotros, para que nos ayude a cambiar de actitud,
y ese milagro sí que se producirá en no mucho tiempo.
La oración es la erosión del odio y del resentimiento. Es
como la gota que va cayendo en la roca hasta hacerle un agujero; el mecanismo
es idéntico, pero actúa en los dos sentidos: cuando ponemos en manos de Dios
una mala relación con otra persona, y somos perseverantes en la oración, esa gota
va perforando los dos corazones hasta conseguir que se rompan los muros y, al
final, solo quedan dos que no se comprendieron y que pueden aclarar sus
diferencias hablando cara a cara y ante un café y un buen trozo de tarta, que
es como de verdad se entiende la gente, no por whatsapp ni por e-mail. Ponerse
delante de Dios no es difícil, se trata de hablar con quien sabemos que nos ama
(como decía Santa Teresa de Jesús) y que solamente quiere nuestro bien, aunque
algunas veces no coincida con nuestro concepto de “bien” o de “necesidad”, pero
que siempre, al final, resulta ser mucho mejor su solución que la que nosotros
pretendíamos.
Día de Reyes, cuando en la cristiandad se celebra a un niño
nacido en Belén, un bebé normal y corriente, pero solo en apariencia. Fue la
manifestación de la Bondad, del Bien y de la Verdad envuelta en pañales y
sonriendo a tres hombres que representaban a la gentilidad, fueran de donde
fuesen, magos, diplomáticos o astrónomos siguiendo una estrella de extraño
brillo y aún más raro movimiento en el cielo. Lo importante es que el Hijo de
Dios vino al mundo y no se conformó con mostrarse a quienes tenía más cerca,
sino que optó por ser la salvación de todos los hombres de buena voluntad, de
aquellos capaces de leer los milagros de Dios en la vida cotidiana.
Mi gran regalo este año ha sido el día de hoy: normal a más
no poder, pero lleno del más puro y tangible amor: el de la que me trajo a este
mundo, con quien he compartido cocina, mesa y mantel, pero, sobre todo, tiempo,
ese bien tan escaso y tan malgastado a la vez en esta sociedad que siempre va
corriendo hacia ninguna parte.
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