Horror vacui

Bloqueo total. Un tapón enorme se ha colocado a la salida/entrada de mi lindo cerebro y no deja pasar ni una sola idea. Estoy ante el ordenador, la página me desafía a que la rellene, y no hay manera. El miedo ante la página en blanco me ha poseído durante unos minutos eternos y, como diría Lope de Vega, “burla burlando” ya van unas líneas andando. Sin más trascendencia que un discurso al estilo Cantinflas, pero con la utilidad de ir sacando a tirones algunas ideas de las que ahora mismo corren de un lado a otro en el desván de mi memoria.

Hoy es un día de los raritos, de esos que, cuando llegan estas horas de la noche, te preguntas no sólo en qué lo has empleado, sino cómo has llegado hasta ahí, cómo ha podido pasar tanta cosa y generar sentimientos tan encontrados entre sí… Esta mañana, mientras hablaba con una amiga y nos estábamos riendo, me llegó el mensaje del fallecimiento de alguien que hace muchos años tuvo una gran importancia en mi vida. He de decir que fue para bien, para mucho, mucho, bien, pues me enseñó a hablar en público, a pulir una y otra vez mis ponencias, y a no tener miedo ante cualquier auditorio por dos motivos esenciales: uno, porque yo era quien iba a hablar y, por tanto, nadie más conocía el tema; y, segundo -y más importante- porque “te basta mi gracia”, como le dice el Señor a un Pablo que está hecho un lío y no sabe por dónde seguir con su predicación.

Cuando alguien deja este mundo para ir a hablar directamente con Dios, los que nos quedamos en la tierra hacemos siempre balance, no ya de cómo nos va por aquí, sino del hueco que esa persona deja en nuestra vida. Hoy no sé bien hacerlo, quizá por lo reciente del hecho, pero sí puedo decir que siempre estará presente en mi trabajo a la hora de preparar clases, o cualquier asunto relacionado con desarrollar la propia vocación en el mundo. Porque, si algo aprendí de él, fue que “cada uno tiene una parcela y un palustre para construir en ella; lo que no hagas, nadie lo hará por ti. Por tanto, piensa en tu vida ahora, en cómo estás construyendo y plantéate si necesitas cambiar algo”. Seguro que Dios le premiará todo el bien que hizo en vida para ayudar a muchísimas personas a encontrar su lugar en el mundo. Además, porque así lo quiso mi Padre del cielo, terminamos trabajando juntos y yo le sucedí en su puesto de trabajo, hace ya veintidós años. Buen viaje, querido amigo, que el Señor te coloque en un buen puesto a su mesa. Gracias por tantísimo tiempo dedicado a enseñar y a predicar, a ser testigo de la buena-noticia de Dios entre nosotros. Te has ido en Adviento, no has podido esperar a que llegase la Navidad y has ido a encontrarte directamente con Jesús. Háblale bien de nosotros, por favor.

Y, porque la vida es así, porque los planes de Dios son como son y, además, le encanta sorprenderme, esta tarde he podido salir a ver ese espectáculo que son las luces de Navidad. Se nota que la factura de la electricidad ha subido mucho y este año hay bastantes menos que el anterior. No obstante, sigue haciéndome regresar a la niñez el verlas, brillantes, intermitentes, iridiscentes, tan bellas como los cantos de las sirenas que buscaban que Ulises no regresara a casa. Sí. Así es, esas luces, las músicas, los anuncios de perfumes en la televisión, nos recuerdan que llega el tiempo de la Navidad, pero no nos hacen caer en la cuenta de lo que es, en sí misma la Navidad. Esa fiesta que cada año los cristianos celebramos con gozo, cantos especiales para estas fechas y que no suenan en ningún otro momento más que en este, y que tiene como manifestación más pura las reuniones familiares (parientes pesados incluidos).

Todo lo que rodea esta celebración -y que la convierte en tiempo de gasto y consumo excesivo en casi todos los sentidos- es pura invención: desde Papá Noel (lo siento chicos, se lo inventó Coca-Cola, de ahí el trajecito rojo y lo demás) hasta todas las “tradiciones” importadas y “made in USA” que nos hemos quedado sin rechistar, desplazando otras nuestras, como la comida tradicional en Nochebuena hasta esas excéntricas fiestas de fin de año, con mucho “brilli-brilli”, taconazos de vértigo, trajes carísimos y mañanas de ibuprofeno a puñados.

Las luces son buenas, también lo es la fiesta para celebrar que el Hijo de Dios se hizo hombre y nació en una pequeña aldea llamada Belén, hace más de dos mil años. Pero nunca podemos perder de vista lo esencial: el hecho que cambió la historia del mundo para siempre, empezando por el cómputo del tiempo (antes de Cristo y después de Cristo), aunque ahora haya quien lo quiera cambiar por “antes de nuestra era” y “después de nuestra era” (por cierto, una pregunta, ¿qué marcó el nacimiento de “nuestra era”?). No voy a entrar en polémicas con nadie, simplemente quiero recordar un proverbio -dicen que es chino- que siempre me ha parecido muy expresivo y clarificador: “Cuando a un tonto le señalan la luna, el tonto se queda mirando el dedo”. Se trata de no perder nunca la perspectiva y saber dónde tenemos puestos los pies. Es tiempo de compartir, pero no sólo cosas ni comilonas, sino, sobre todo, tiempo con aquellos que tenemos más cerca; el tiempo es, hoy por hoy, el regalo más caro del mundo.

La Navidad es mi época favorita. Desde niña recuerdo que en mi casa había un ambiente especial: preparativos para la cena de Nochebuena y la comida del día de Navidad, abuelos que venían y la familia completa. Villancicos sonando en el viejo tocadiscos de papá, siempre con aires flamencos, palmas y, cómo no, los peques enredando y con un brillo en los ojos que denotaba la felicidad que siempre genera el amor en casa. Ese ambiente (hoy llamado “la magia de la Navidad”) no es otra cosa que el Amor de Dios derramado en nosotros, porque un día, el cielo se asomó a la tierra para ver nacer al Dueño del Universo hecho un bebé indefenso y tierno, como el mayor regalo de Dios Padre a esa díscola criatura llamada ser humano.

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