Tardes de clases y de bolero

Sí. Una extraña mezcla, pero es así. Un lunes por la tarde, con tres horas seguidas de clase y la edad que tengo, no es extraño que una salga por peteneras o, en este caso, por boleros. El cante jondo nunca ha sido lo mío, por más que se empeñara mi abuelo paterno en intentar demostrarme las excelencias de tal cante.

Ha llegado octubre casi sin darme cuenta y ya estoy con el acelere propio de estas alturas académicas; esta tarde, además, nos han obsequiado con el anuncio de un próximo test de esos “con los apuntes por delante” y veinte minutillos para resolver todas las cuestiones. O lo que viene a ser un desatino para los estudiantes, por bien que nos sepamos la materia. Gracias a Dios, siempre tengo la ayuda extra de sus manos y las cosas suelen salir bien, aunque, como bien me dijo un buen sacerdote, “¡Lola! ¡Que la ciencia infusa no existe!”. De ahí que he de sacar horas de donde no las hay para poder dedicarme a estudiar, estudiar y volver a estudiar.

Este año tiene mucha más carga que el anterior. Por otra parte es lógico, pues se supone que vamos avanzando en el estudio del Derecho Canónico y los contenidos se vuelven más densos según nos adentramos en las fuentes, las normas, los modos de interpretación y el exquisito cuidado a la hora de aplicar la ley cuando se trata de la vida de las personas. Porque, en definitiva, eso es lo que está al fondo de todo: las almas que acuden a nosotros buscando ayuda, consuelo y una solución a su problema, sea del tenor que sea.

Y los boleros. Esas canciones melancólicas para algunos, pero no por eso menos hermosas. Bendito sea México, Luis Miguel y Alejandro. Ahora mismo el primero está interrogando a alguien “¿qué sabes tú lo que es querer sin que te quieran?” desde la amargura de un corazón roto. Una maravilla de música, que taladra directamente el alma y trae recuerdos de cuando alguien no tuvo cuidado y rompió la mía. Cicatrices que están ahí para siempre, a modo de enseñanza y también de advertencia para, como dice una de mis hermanas del alma, cometer errores nuevos, y no repetir los viejos.

La música, que, como las olas, trae a la orilla de mi playa interior recuerdos, alegrías, momentos buenos y malos, todo el bagaje de una vida ya más de mediada, que empezó a vivirse cuando ya habían pasado muchos años y que ahora se me antoja tan corta, con tanto por experimentar, aprender, escribir y enseñar, que me gustaría que no se terminara nunca. Sin embargo, todo está bien y es como debería ser. Soy una prueba viviente de los planes B de Dios para cuando no le hacemos caso a la primera y pretendemos ser felices por nosotros mismos.

Cuando la tarde ya se ha convertido en noche de otoño y el fresco se está instalando en mi casa lento, pero sin pausa, pongo fin a la jornada. Cansada, pero feliz por todo lo aprendido hoy, arrullada por el “Delirio” de Luis Miguel (escuchadla, por favor) y dando gracias a mi Padre del cielo por tanto regalo sin fin en este bendito día.

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