Ashes

Eso es lo que parece quedar del tiempo disfrutado, cenizas que el viento dispersa inmisericorde en una tarde extraña de un demasiado cálido otoño, vencido ya el mes de octubre. Cenizas de un tiempo vivido en plenitud y conocimiento de ser la única realidad posible, por más que la verdad quisiera derribar ese espejismo en el que, como aquellos pobres desventurados de la caverna platónica, una creía que era lo que debía de ser y que ese era el camino de la felicidad.

Cenizas de oscuridad pasada, de haber quemado las naves para no sentir siquiera la tentación de volver atrás, no fuese a quedar convertida en estatua de sal. Adelante, siempre hacia adelante, huyendo de los porqués que me llamaban a gritos para dar explicaciones, y de los que corrí y corrí, pero mis pies se hundían en las arenas movedizas del miedo la desesperación.

Cenizas de recuerdos que hacían mucho daño y que ahora consiguen sacar una sonrisa compasiva y musitar un “cuánto lo siento” a quienes lloraron por mí y tuvieron la paciencia a puñados, saliendo a la calle para ver si asomaba por la esquina.

Cenizas de sueños rotos sin empezar, de ilusiones deshilachadas al hacerse voz, muertas antes de nacer porque todo era aire y la voluntad estaba a sus cosas, distraída sin pensar en mí. Voluntad llevada y traída de un lado a otro, buscando dónde encajaba esa pieza que no podía colocar en ningún sitio y que, incluso, parecía de otro rompecabezas diferente a mi vida.

Cenizas de ave fénix, quemado porque ya no podía seguir adelante, pulverizado en su propio fuego nada más verte. Esos ojos que me perforaron aquel día, que me tocaron el alma y me hicieron, por primera vez en mucho tiempo, sentir en casa, a salvo y lejos de cualquier atisbo de peligro.

Sí. Resultó que no era un pajarillo desvencijado, desorientado y medio muerto, sino un ave fénix, que se cansó de dar vueltas en la misma rueda y que, cuando llegó la hora de la verdad, se dejó prender por tu voz, por tus manos, tus palabras y tu amor sin límite. Y el ave fénix, como hacen todos los de su especie, surgió del montoncito de cenizas a que se había reducido. Y miró hacia arriba, pequeño y aparentemente indefenso, pero consciente de su potencial inmenso y desconocido hasta entonces. Y te vio, y volvió el fuego, pero este ya ardía sin consumir ni quemar, calentaba el alma y la empujaba más allá, siempre adelante, a lo más profundo del mar, buscando tu huella, buscando tu espalda, buscándote para no dejarte ir jamás.

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