Comienzos
Dicen que los estrenos son siempre ilusionantes, a veces incluso es más entusiasmante la preparación que el acontecimiento en sí mismo. Empezar un curso es algo parecido: libretas, lápices, portátiles (las nuevas tecnologías han demostrado ser muy útiles para el aprendizaje) y demás enseres pueblan las listas de la compra antes de que llegue este bendito mes de septiembre, al que apenas le quedan ya diez días para terminar su corta existencia. No habrá más septiembres en 2021. Así de efímero es el tiempo, o así de corto nos parece.
Empezar suena a luz, a sonrisa, a brillo especial en los ojos
de quien acomete nuevas tareas en los mismos o diferentes lugares a donde solía
estar. El inicio siempre tiene también un tanto de ceguera voluntaria, como la
de los enamorados al principio de encontrarse, cuando todo es increíblemente
hermoso y el otro es el ser más perfecto de la creación entera. Pasado un
tiempo, resulta que lo increíble era la cerrazón mental y el grosor de la manta
que uno tenía en los ojos para no ver dónde se estaba metiendo o las mentiras
que le estaban contando. Aunque no todo es negativo; queda ese porcentaje invisible
del que casi nadie habla y que, según va pasando el tiempo, comprende la
auténtica ecuación del amor: me gustas mucho + te voy conociendo + soy
consciente de que eres tan perfectamente imperfecto como yo + te acepto tal y
como eres = escojo amarte a fondo perdido y para siempre. Las veces en que esa
ecuación resulta vicevérsica deberían estar cinceladas en los anales de la
historia, porque es entonces cuando el verdadero amor no sólo nace, sino que
tiene muchos visos de ser eterno y llegar, como escribió el insigne Quevedo,
más allá de la muerte.
Pero estoy hablando de despertares, no de amores. Vuelvo a mi
hilo conductor de principios y de ilusiones. También yo formo parte de esa
ingente cantidad de seres humanos que se llenan de Dios (se entusiasman, que
eso es lo que significa la palabra) cuando los proyectos van tomando aspecto de
realidad y cobran vida más o menos lentamente; porque lo que de verdad importa
es como un guiso casero lleno de cariño: debe cocer lento y a fuego bajo, para
que todos los ingredientes suelten sus sabores y olores y construyan el plato
perfecto, para delicia de los comensales y orgullo del cocinero, que es feliz
solo con ver la cara de gusto de quienes dan buena cuenta de lo hecho por él.
Ha comenzado un nuevo curso para mí. Ya es el cuarto desde
que volví a los libros, apuntes, clases y -cómo no- exámenes de todos los modos
posibles; el balance es más que positivo, a pesar de los agobios, angustias y
viajes de más de seis horas a la ida y otras tantas a la vuelta. Merece
muchísimo la pena el esfuerzo, porque la recompensa me trae a la memoria a mi
querido Aristóteles y su concepto de la excelencia, que se encuentra en el
conocimiento. Si pudiera, sería estudiante toda mi vida; aunque, mirándolo
bien, lo soy desde que recuerdo y me moriré aprendiendo hasta el último
instante de mi existencia, porque también es necesario aprender a morir desde
que se es joven y consciente de lo corta que es la vida y de las nulas
posibilidades de borrar lo hecho y volver atrás en el tiempo.
No temo a la muerte; lo he escrito aquí más de una vez. Es
una puerta que, al igual que todos los seres vivos, he de pasar cuando Dios me
llame a su lado (también es cierto que no tengo ninguna prisa por hacerlo) y me
gustaría poder decir lo mismo que San Pablo escribió a Timoteo: “he combatido
bien mi combate”, de forma que me presente ante mi amado Padre Dios con las
manos, al menos, llenas de tantos talentos como me concedió. Bien sabe Él que
no paro de darle la lata pidiéndole ayuda para exprimirlos y llegar a verle
estrujada como un limón, sin una sola gota de zumo. Todo lo que he recibido sé
que no es para mí y, poco a poco, he aprendido a regalarlo a diestro y siniestro.
Una buena amiga me dijo un día que llevo en la frente un
cartel que dice “pregúntame”, porque siempre estoy “dando clases”. Lo siento,
el munus docendi (el oficio de enseñar, para quienes no sepan latín) lo
llevo en el adn desde que vine a
este mundo: aprender para enseñar. No sé hacer otra cosa desde que fui
consciente de mi existencia y descubrí la maravilla de poder difundir
conocimientos a todo el que los necesite y quiera de mí. Quiero combatir bien
mi combate, sí, llegar exhausta por la noche después del día de trabajo, con la
conciencia tranquila y el alma tan en paz que no sienta la almohada bajo mi
cabeza cuando me acueste. Dios me ayuda siempre; el Espíritu Santo es mi
compañero constante dentro y fuera de clase, con exámenes y sin ellos; y Jesús,
mi dulce Cristo, es el responsable del brillo extra que desprenden mis ojos de
mujer enamorada hasta la médula de Él. Jamás encontré un Amor más absoluto ni
más constante, y jamás lo encontraré hasta que le vea a Él, cara a cara, en ese
lugar que llamamos cielo.
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