Ni hambre ni sed

De nuevo la música de la Streisand llena mi hogar y mis alas se despliegan con esa melodía ancha, grande, inmensa, que me lleva donde quiere su voz, sugiriendo destinos donde la gente necesite a la gente, donde demuestre la calidad de su calidez siempre que sea necesario, donde los amantes enseñen ese tipo especial de gente que son, "gente que conoce gente", que se hace mayor y mejor gente, que no pasará más hambre ni sed, porque su corazón ha encontrado el refugio definitivo y saciante hasta el infinito. La gente con más suerte del mundo.

Me considero una de esa gente, de la más afortunada del mundo porque ha encontrado el amor. Yo lo hice, fue hace relativamente poco tiempo. Casi puedo decir que me pasó como a San Agustín: "Tarde te encontré...", porque lo de antes no fue una relación de verdad, no Señor. Si algo he descubierto del Amor (sí, con mayúscula) es que con él no se puede nadar y guardar la ropa al mismo tiempo; todo lo que tiene de bello lo tiene también de exigente. "Yo te lo di todo -dijo- Me di por entero hasta la muerte por ti", por tanto, mi correspondencia debía ir más allá de un "no robar o no matar", de cumplir cuatro cositas y ser "buena persona". Lo pedía todo de mí, un "sí" sin fisura alguna, de modo que, aunque Él mismo fuese consciente de mi debilidad de piernas, que originaba múltiples caídas, a veces en lo más llano, me deseaba por entero, con mis pros y mis contras. Si Él no se reservó nada de sí mismo y se dejó hasta la última gota de sangre en un madero, también yo debía darle hasta la última gota de la mía, llegado el caso.

Y así fue. Y encontré ese "El Dorado" actual que es la felicidad. Hace unos días debatía con dos amigas sobre la felicidad, si se encontraba de golpe, o eran momentos buenos que de vez en cuando te encuentras, casi por casualidad. Respecto a esto solo sé dos cosas: primero, que no está fuera, sino dentro de cada uno, de forma que es a veces casi imposible de encontrar porque no nos paramos a buscarla, sino que saltamos de cosa en cosa, buscando rizar el rizo de lo imposible, cuando es lo más simple del mundo. Y segundo, que la encontré cuando dejé de buscarla, cuando un día, cansada de dar vueltas, de hacer cosas que no me aportaban casi nada, bajé los brazos y le pedí ayuda a Dios para encontrarla. Él me enseñó el camino cuando me llevó hacia mí misma y me dejó delante de la puerta de la que solo yo tengo la llave: mi yo más íntimo. Reconozco que me costó entrar una vez que abrí y vi que no veía nada, que tenía que dar un paso de fe. Y avancé: allí estaba Él sentado, esperando, sonriendo como jamás me imaginé, con los brazos abiertos: "¡Ya era hora, hija! Llevo una eternidad -literalmente- aquí sentado".

Ni una pregunta, ni un reproche, ni un juicio -aún no, pero ya llegará- solamente un grande y apretado abrazo que me lo explicó todo. Desde aquel día, la felicidad y yo vamos juntas a todas partes; la Paz reina en mi alma, por más berrinches que me provoquen las circunstancias de mi vida, por mal que vengan las cosas, no la pierdo. En mi oración diaria siempre le pido a Dios que me siga aumentando la fe, la esperanza y la caridad, porque son como el pan que pedimos en el Padrenuestro: del día, tiernas, calentitas y oliendo a hogar, y solo duran un día. Al siguiente hay que pedir más, no se pueden almacenar porque desaparecen, porque son para repartir a manos llenas a todos los que se nos acercan cada día, esos regalos de Dios que nos cruzamos, a veces conocidos, otras no tanto, otras, incluso, no nos pueden ver, pero no por eso les vamos a privar de nuestra sonrisa más hermosa, esa que les haga preguntarse qué narices nos pasa para ir dando la nota por la calle. Esa pregunta que nos dé pie para hacerles otra: "Y tú, ¿quieres ser feliz también? Si tienes un segundo, te lo cuento." 

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