The end of the road

Joe Bongiorno me alegra melancólicamente con su “The end of the road” mientras mi ordenador, lento hasta la desesperación, no termina de arrancar y, por tanto, de permitirme ponerme a las teclas después de casi toda una vida. Al menos esa es la sensación que tengo ahora mismo: parece que llevo siglos sin poder escribir todo lo que me dicta el corazón, el “tiranuelo” que ordena y manda a mi particular musa entrar en acción.

Con la ayuda de Dios, y de los mitológicos y favorables hados, este es mi primer día de vacaciones académicas. Ayer hice el último examen de mi tercer curso de formación en Derecho Canónico y primero en Salamanca, esa hermosa ciudad que se ha convertido en mi segundo hogar en poco más de nueve meses. Un buen parto, o, mejor dicho, un alumbramiento existencial, porque me ha traído una luz nueva a mi vida, a mi sentir, a mi pensar y a mi realidad más actual. Es la primera palabra que sale de mi alma cuando pienso en esa ciudad: luz, un brillo especial en todo (aparte del propio de la “piedra de Salamanca”), posiblemente fruto de mi mirada de niña expectante y curiosa que quiere absorber todo el conocimiento posible, dentro y fuera del aula.

Este “final de camino” se antoja como un sueño del que hoy he despertado en mi cama. Esta mañana, mientras degustaba un rico y reposado desayuno casero, sonaba David Osborne con “Memory”, “aleatoriamente” seleccionada por el reproductor de música; de inmediato, todo lo vivido y disfrutado durante los días salmantinos ha venido a mi mente, la ha inundado y ha salido en forma de sonrisa de absoluta felicidad y gratitud a Dios. La siguiente canción, “Pure imagination”, magistralmente tocada por el mismo pianista, ¿casualidad? Creo que no; han sido los ecos de ese don maldito de profecía, que a veces se equivoca y, pretendiendo hacer mal a costa de recuerdos felices, solo consigue afianzarlos más y que mi gratitud escale el monte Olimpo y llegue hasta los verdaderos cielos de mi Padre Dios, que me regala así una vida perfecta en sus manos.

Es casi materialmente imposible describir lo que el corazón experimenta cuando millones de estímulos externos tocan, uno tras otro, sus fibras más íntimas. Ese músculo elástico y a veces caprichoso, según amanezca el día, es el responsable del cien por cien de mis escritos, incluido este, que se ha visto interrumpido en más de veinte ocasiones desde que empecé, entre mensajes de whatsapp que entraban, interrupciones de la música sepa-Dios-por-qué, y este bendito ordenador que no termina de arrancar del todo y me para cada treinta segundos, haciendo parpadear los iconos de la barra de tareas como si fuera una feria. ¡Ay, la bendita técnica, la de purgatorio que me está quitando!

A pesar de todas las dificultades que estoy teniendo en esta mi vuelta a la escritura, no voy a cejar en mi intención: los obstáculos están para removerlos y seguir adelante, si no, que me lo digan a mí; después de una vida como la mía, no me voy a echar atrás porque hoy los duendecillos cibernéticos la tengan tomada con una servidora, quizá como castigo por haberlos abandonado durante tanto tiempo. Perdonadme, chicos, pero las cosas son así, se hace cuando y como se puede. Y ahora es el momento.

Hoy es día de balance, de mirar atrás con la sonrisa nostálgica puesta, con el recuerdo de esa maravillosa familia que he encontrado en el aula 42 de la Ponti. “Sois familia”, nos dijo el primer profesor, en la primera clase de la tarde del primer día; no pudo tener más razón. Aunque ha habido bajas por el camino, los que hemos terminado somos más que compañeros: el grupo de whatsapp ardía estas semanas entre dudas, planteamientos sobre posibles preguntas de examen, ánimos, emoticonos variados, memes y todo lo que nos ha convertido en mucho más que amigos. Si por algo he de dar infinitas gracias a Dios es por ser parte de ese aula 42, traspasada al aula Hub en el segundo semestre para alguna asignatura y testigo mudo de los exámenes finales.

Gracias, Padre Dios, por regalarme no sólo el conocimiento académico adquirido en este curso, sino por los presentes que suponen todos y cada uno de mis compañeros. Cuídales y cuídame también a mí; aún nos quedan dos cursos para compartir y, si esto ha sido el primero, ¿cómo será lo que nos espera?

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