Resaca

Sábado después de la resaca académica. Ayer no sabía ni dónde estaba cuando desperté en mi cama; por primera vez en casi tres semanas, dejé el reloj guardado en un cajón y -literalmente- perdí la noción del tiempo, por lo que todo el día fui de cabeza, sobre todo por la tarde, cuando, de nuevo, me desperté de la siesta sin saber mi ubicación concreta. No pensé que podía estar mi mente tan cansada como se me reveló ayer, primer viernes de vacaciones académicas.

Hoy amanece el mes de noviembre en pleno junio, día gris de lluvias intermitentes; mis energías están recuperadas y sí, hoy sí he reconocido el lugar al despertarme. También ayuda el hecho del día otoñal a mi recuperación energética, pues la lluvia siempre contribuye a mi reactivación física y psicológica. La tormenta de ayer por la tarde fue bastante importante, llovía con saña y los relámpagos y truenos mostraban otro alarde de Zeus tonante para darme la bienvenida a la vida “normal”.

Acabo de ponerme a las teclas cuando apenas son las diez de la mañana y oigo el tañer de la campana de mi iglesia parroquial (ya tengo que hablar con propiedad y distinguir un lugar sagrado de otro), llamando por última vez a los tardones de “misadediez”. Tras el desayuno, ha tocado recolocar apuntes del curso terminado y dar una honrosa partida a los esquemas-de-los-esquemas que me han servido de apoyo para repasar las asignaturas ya aprobadas.

Nuevos recuerdos vienen a mi corazón -significado literal de “re-cordar”- de los días y los nervios pasados y compartidos, aunque ello no significara que por repartidos disminuyeran en su intensidad, sino a veces todo lo contrario, cuando escuchaba, atónita, cómo algunos de mis compañeros debatían sobre los temas de los que yo era incapaz de acordarme. Pero ya lo cuento como otra anécdota más de mi primer curso en la facultad de Derecho Canónico de la hermosa y única Universidad Pontificia de Salamanca, “la Ponti”, como la llamamos con todo el cariño del mundo.

Memorias de familia, de hermanos de diferentes nacionalidades y mismo credo, de diferente estado (por ahora soy la única laica en la clase y también la única mujer) y misma consideración. Dios sabe cómo hace las cosas y, además, es el Señor del tiempo, por lo que ha tenido a bien un periodo de entrenamiento para mí de unos cuantos años antes de dejarme en un aula con todos los compañeros sacerdotes; así no me “asusto” de lo que pueda oír o ver allí (es broma, chicos, ya me conocéis). Es un regalo del cielo comprobar la maravilla que es la Iglesia, lo diferentes que nos ha creado Dios y cómo somos capaces, no ya de entendernos, sino de ayudarnos y de querernos sin poner peros ni objeciones al otro.

Podría decirse que somos una especie de “ejemplo” de lo que vamos a estudiar el próximo curso en el Libro II del Código de Derecho Canónico: “Del Pueblo de Dios”, porque somos catorce en clase: doce sacerdotes, un religioso presbítero y yo. Todos los estados posibles de consagración al Señor, pues seguramente alguno de mis compañeros terminará siendo elegido para ser obispo, porque la preparación que nos están dando en Salamanca es más que completa, no sólo en teoría sino también con todas las prácticas que hemos de hacer en cada curso.

La riqueza de la Iglesia está en la diferencia, precisamente porque es la imagen de la voluntad de Dios al crearnos únicos y distintos a todos y cada uno de los benditos seres humanos que pueblan esta bendita Tierra. Aportamos nuestra propia identidad al Cuerpo de la Iglesia, poniendo lo mejor de nosotros mismos al servicio del resto, según los dones con que nos ha adornado el Señor, y bien que puedo dar fe de ello después de este curso pasado, curso extraño a causa de la pandemia, en el que las mascarillas y la distancia de seguridad, así como el gel hidroalcohólico y ese spray que echaban los profesores después de la clase ha sido el elemento común a todos ellos. Porque también los profesores son únicos en su modo de enseñar y de dirigirse a nosotros -como no puede ser de otra forma- y no sólo imparten la materia que le toca a cada uno, sino que, con sus maneras, también enseñan cómo entienden ellos que es la mejor forma de explicarla. Ninguno es mejor ni peor que el otro, simplemente es distinto.

Y ahí está la clave de todo: en la “otredad” de que hablaba Ortega y Gasset, la condición de diferente que tiene el que está frente a mí, su calidad de único e irrepetible. Y ahí es donde mi respeto ha de ser más exquisito, porque es cierto que yo haría las cosas de otra manera, pero no mejor que el otro, porque la diferencia va con cada uno de nosotros allá donde vamos. El momento en que somos conscientes de ello es el instante en que comprendemos que, detrás de cada acción de los demás, se encuentran sus propias razones para actuar de esa determinada manera y no de otra; y no siempre las conocemos, por lo que no sólo hemos de respetarlo, sino que no tenemos ningún derecho a juzgarle por ello. El único Juez de vivos y muertos no está aquí, por ahora, y ya se encargará en “aquel día” de practicar la justicia que será, gracias a Él, infinitamente más misericordiosa que la nuestra.

He vuelto a donde solía, a ponerme música (cuánto la he echado de menos estas semanas), un maravilloso piano de fondo me declara su amor (“I love you for Sentimental reasons”) y me lleva al fondo de mi desván mental, allá donde mis recuerdos reposan, dobladitos y con aroma a lavanda, dentro de cada compartimento que forma mi memoria de mujer. Los dedos vuelven a deslizarse por las teclas una vez más, y mi alma va cayendo en cada tecla según va saliendo, porque no soy yo, es mi amor por la Vida y por el Absoluto Amor que vela por mí cada día quien dicta lo que voy poniendo por escrito. I love you, my Lord, and not only for sentimental reasons…

Comentarios

Entradas populares