Insiders

Me refiero a esos geniecillos que pueblan nuestra memoria y nuestra mente en general. A veces están de buen humor, y nosotros con ellos; otras, en cambio, son especialistas en cruzar cables y cortocircuitar nuestra entera tranquilidad. Esos que ahora mismo corretean arriba y abajo los caminos de mis recuerdos, parándose a curiosear y a cotillear entre sí cómo estaría esta mujer para hacer semejante cosa, o mira qué trompazo se dio aquel día contra la farola, en qué iría pensando o a quién estaría mirando; esos comentarios que siempre hacemos cuando hay algo que nos choque o que se salga de nuestros parámetros habituales, tenidos por normales sin que lo sean.

Igual ocurre en este día, en que la fiesta de la calle y la de los que no estamos en ella va por diferente camino y motivación. No califico ni juzgo, me limito a mostrar la gran distancia entre los modos de celebración, incluidos algunos que parecen lo que en realidad no son. Es Viernes Santo, en mi calle se oyen conversaciones, sillas y mesas que se van poblando de gentes que necesitan recuperar las costumbres y la “normalidad” que esta maldecida pandemia está cambiando irremisiblemente y para siempre. Vivir en el centro de la ciudad también tiene estas consecuencias, de las que no me quejo, porque también yo formo a veces parte de aquellos que darían su reino por una copa de buen vino y una tapa como mandan los cánones gastronómicos. Los seres humanos necesitamos el contacto de otros seres humanos, con quienes reírnos, a quienes acompañar en su dolor y, sobre todo, con los que compartir mesa y mantel. Cosas de la dieta mediterránea y de quienes vivimos a este lado del Mare Nostrum, que nos morimos porque nos dé el sol en la cara y que necesitamos de su luz para hacer nuestra peculiar fotosíntesis, como las plantas, pero en versión humanizada.

Comer juntos es, de por sí, motivo de celebración; sin embargo, siempre hay una razón poderosa detrás de una comida compartida, y podéis hacer memoria un momento y enseguida encontraréis muchas de ellas entre vuestros recuerdos. Seguro que ya os ha sacado más de una sonrisa con sonido a nostalgia y en color antiguo; ayer celebré una comida con muchos hermanos, un recuerdo que se hizo actualización, una Mesa en la que estuvimos muchísimos, presentes y -ay, madre- demasiados ausentes; una gran invitación a todos los que creemos que existe otro mundo posible, por el que luchamos cada día -también con nosotros mismos- y que estamos deseando que empieza a instaurarse en nuestras vidas.

Ayer, Jueves Santo, hicimos acción de gracias a Dios Padre por habernos enviado a su Hijo; a Dios Hijo -Cristo- por haberse hecho hombre y haberse entregado voluntariamente a la muerte en la cruz para demostrarnos el absoluto amor de su Padre y de Él mismo por nosotros. Ayer también dimos gracias a Dios por el regalo del sacerdocio, de ese Sacramento por el que un hombre, como otro cualquiera, decide dar su “sí” para siempre a Dios y ponerse al servicio de los demás hombres, renunciando a una vida “normal”, para, entre otras muchas cosas, hacer que Cristo venga cada día a sus manos y se haga real, vivo y presente en una oblea de pan, que deja de ser pan para ser el mismo Cristo, que se da hecho comida para los cristianos, tal y como recordamos ayer durante la celebración. Tengo la dicha de que entre mis amigos haya bastantes sacerdotes; va por vosotros, amigos, Dios os bendiga y cuide siempre vuestro ministerio.

Pero eso fue ayer. Hoy es día de silencio, de meditación, de reflexión, de oración ante la Cruz que nos trajo la vida. El recuerdo de hoy es la traición, la violencia innecesaria (“Si he hablado mal, di en qué; si no es así, ¿por qué me pegas?”), la saña y la maldad desplegadas en toda su magnitud contra el Hijo de Dios, porque la humanidad de su tiempo no soportaba tenerlo cerca, porque la humanidad no estaba dispuesta entonces -ni ahora, según parece- a pararse a pensar en su camino de autodestrucción y en las posibilidades de cambiar que el mensaje de Jesús de Nazaret ofrecía al mundo entonces conocido. Si lo pensamos un poco, parece una cosa desorbitada a los ojos del mundo: era un hombre pobre, en una provincia romana bastante mal vista y poco deseada para los gobernadores de turno por ser árida, poco agradable para vivir y llena de gentes levantiscas que no soportaban el más mínimo yugo, y donde cualquier revuelta debía ser sofocada con una reacción habitualmente desproporcionada por parte de las legiones romanas allí asentadas, para que sirviera de escarmiento y disuadir a los que estuvieran preparando la siguiente. Pilato debía estar desconcertado ante la repercusión que la predicación de “otro profeta más” tenía en las autoridades religiosas de Jerusalén. Había en aquellos tiempos muchos profetas hablando del Mesías que debería llegar, y lo más habitual era que desaparecieran igual que habían surgido, sin intervención de autoridad alguna; entonces, ¿qué tenía aquel hombre, que le hacía diferente de los demás? Y en cuanto a los milagros, si algo había en Roma era charlatanes, magos y gentes que vivían de hacer trucos ante incautos, a los que les sacaban el dinero, por lo que poco podía asombrarse el gobernador por las “hazañas milagreras” que le contasen acerca de ese nazareno.

Sin embargo, aquel jueves noche, algo pasó para que el Sanedrín en pleno lo condenase a muerte, aun sabiendo que no podían ejecutar la sentencia y que tendrían que acudir, en vísperas de la gran Pascua, a la autoridad invasora e infiel para que pudieran quitar de en medio por fin a Jesús el Nazareno. Las acusaciones no eran concluyentes, no tenían pruebas y, además, se contradecían entre sí, lo cual dejaba palmariamente claro que eran falsas y que el único objetivo era que la autoridad romana ratificase la condena de las autoridades religiosas judías para que aquel inocente terminase crucificado y muerto. Pero la cosa se iba complicando por momentos. Misterio tras misterio, “¿qué es la verdad?”, “tu poder viene de lo alto”, “mi reino no es de este mundo” y respuestas similares eran, para un político romano supersticioso hasta el punto de no saber en qué o quién creer, demasiados interrogantes, que se convirtieron en miedo cuando su propia esposa le advirtió acerca de condenar a aquel hombre. Los augurios, auspicios, sueños y demás parafernalia adivinatoria eran muy observados y tenidos en cuenta por los romanos, a menudo como parte de rituales previos a cualquier acontecimiento. Con lo cual, la prisa del gobernador romano por quitarse de en medio cuanto antes aquel problema era manifiesta.

Una extraña mezcla de curiosidad, miedo y piedad llevaron a otro apaleamiento más de Jesús a manos de la soldadesca romana, a veces integrada por presidiarios que eludían en el ejército la condena a muerte; borrachos de vino y de saña, casi acaban con el reo antes de poder crucificarlo. La intención del político manipulador de mover a la compasión del populacho ante la visión de aquel jirón humano (“ecce homo”) se desvaneció con el primer “¡crucifícale!” que escuchó de las mismas bocas que, cinco días antes, habían gritado: “Bendito el que viene en nombre del Señor” al mismo que allí aparecía, hecho una pura llaga, ante ellos.

Así somos los seres humanos cuando no pensamos, cuando permitimos que nos lleven y nos traigan por los motivos que sean: pan y circo, comodidad, no pensar, que nos dejen tranquilos y no nos hagan tomar decisiones que nos impliquen demasiado, etc. Pasamos de un extremo al otro a una velocidad récord. Solamente unos pocos eran conscientes de la barbarie que se estaba cometiendo, entre ellos Judas, el traidor, el que llevó a Jesús a esa situación porque facilitó a la guardia del templo su detención. No quiero ni pensar lo que pasaría por la mente de aquel pobre hombre cuando viese lo que estaban haciendo al Maestro, y eso que no llegó al viernes, sino que se ahorcó mucho antes de ver el resultado de las palizas y torturas.

Hoy es viernes, Viernes Santo. En unas horas recordaremos en la celebración la mayor entrega y el mayor Amor: Cristo, escarnecido, desnudo y solo, muere en  la cruz, por mí, cuando yo aún no estaba en el mundo, pero Él ya sabía que yo iba a echar mi cara a otro lado en muchas ocasiones, que iba a renegar de mi Maestro igual que hizo Pedro, quien luego sería el primer Papa de la historia de la Iglesia, pero que supo pararse, volver en sí y pedir perdón por la infidelidad cometida; así obtuvo de boca del propio Jesús el perdón que le afirmó en su fe y le llevó a afirmar la fe de sus demás compañeros. Por Pedro, por los otros once, por mí y por toda la humanidad desde entonces y hasta que se extinga el universo, Jesús se entregó, libre y voluntariamente, anonadado, despojado de su condición de Dios y hecho uno de carne como cualquier hombre, a la muerte. No tenemos modo ni manera de dar gracias a Dios por semejante sacrificio, por el precio pagado para que nosotros escapemos de la muerte eterna; pero su amor es así de incomprensible para nuestra mente, así de indescriptible para el agradecimiento que llena el alma de quien es consciente del coste de la redención.

Hoy celebramos que en la Cruz está la Luz, que ella es signo de triunfo, no de fracaso. Que el amor lo vence todo, incluso la oscuridad más absoluta. Desde la muerte, Cristo rescató a los que ya habían cruzado ese umbral y abrió las puertas del paraíso para todos ellos, incluido aquel ladronzuelo que murió justo a su lado.

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