Sabéis

¿Os ha pasado alguna vez, que, de repente, os sentís como dentro de una burbuja perfecta, donde nada malo puede suceder? ¿Habéis experimentado la sensación del refugio completo, del amor reconfortante, cálido, ese que te devuelve casi al seno materno, allí donde no cabe nadie ni nada más que el amor perfecto? Pues así, justo así, me siento hoy. Es un día muy especial para mí. Llamadme romántica, incluso cursi, hoy lo acepto sin enfados. Hoy, día de San José, es uno de mis favoritos: primero, porque dos personas muy especiales, únicas, celebran su santo, una de ellas ya está en el cielo -bendita seas siempre, abueli- y la otra, vive muy cerca de mí, aunque las circunstancias de ahora lo mantienen confinado en su pequeña patria. Me refiero a esa parte de mí que nació casi cinco años después que yo, mi hermano pequeño, bueno… eso de pequeño a estas alturas… Pero es así, es el pequeño de la familia. Otro hay en el cielo, que no llegó a nacer a este mundo, sino que, de tan puro bueno, se fue directo a las alturas antes de ver la luz de esta tierra. A ese, ya lo conoceré cuando Dios quiera.

Hoy es San José, Patrono de la Iglesia. Aquél de quien el mismísimo Dios se fio para dejar a su cuidado sus amores más preciados: María y a su propio Hijo. José, de quien no sabemos casi nada, pero que eso mismo lo dice todo: estuvo detrás, siempre en segundo plano, callado, constante, guardián y cuidador de María y de Jesús. Ya me gustaría a mí ser como tú, José; estar detrás y hacer cosas grandes sin que nadie lo sepa, sólo mi Padre que ve en lo escondido. No buscar el aplauso ni el reconocimiento, sino hacer lo que debo, lo que es necesario, sin más notoriedad que el hecho de saber yo que todo se ha arreglado. ¿Cómo lo hiciste, José? ¿Cómo viviste la maravilla de tener a Dios en tu casa sin que nadie lo notase? ¿Qué aprendiste de Él y qué le enseñaste? Porque debía de ser un verdadero trance que tú, una criatura, le enseñase al Creador a lijar una mesa, o a construir el entramado de un tejado para una casa en el pueblo. ¿Cómo se vive al lado de un Dios sin perder la cabeza de amor? ¿Cómo pudiste centrarte en el trabajo, sabiendo quiénes vivían contigo? ¿No te abrumaba el saberlo? ¿No te pesaba la responsabilidad de tenerlos a tu cuidado?

Perdona tanta pregunta, pero me han venido de golpe. No soy capaz de hacerme a la idea de lo que pudo pasar por tu cabeza, y por tu corazón, ante la noticia de quién era el que iba a nacer de tu prometida, María. Mi pobre y mortal cabeza es incapaz de hacerse una idea, siquiera somera, de lo que pudiste pensar cuando aquel sueño te reveló la verdad, mejor dicho, la Verdad -así, con mayúsculas- de lo que estaba ocurriendo. Y tú, tan humilde, tan bueno, tan enamorado de María, no pudiste negarte a lo que se te pedía. También conozco el amor humano y, cuando viene derecho y es del bueno, no hay forma de resistirse; te puede, te levanta y te arrastra indefectiblemente. Es así porque es remedo del amor de Dios, por lo que ya me puedo imaginar lo que ahora mismo estás viviendo ante Él. Eso debe ser absolutamente indescriptible, inenarrable, inefable, y todos los sinónimos que se te ocurran poner a continuación.

Cuéntame, José, cómo ser como tú; cómo estar ante el Misterio y no morir de gozo; cómo llenársete los ojos de lágrimas y aún seguir escribiendo a ciegas, contando al mundo el amor que te corre por las venas, que recorre toda tu alma, llena tu corazón y se derrama por todas partes; ese que no te deja escribir porque todas las letras se amontonan y las ideas saltan a borbotones de tu mente-alma-corazón hasta la pantalla. Cuéntame, José, cómo se puede poner un cauce medianamente moderado a tanto amor estallante, rebosante y pleno como el que Dios es capaz de enviarme, de hacerme sentir en un solo instante. Dímelo tú, que viviste con Él, que escuchaste sus desconcertantes respuestas y que, seguro, como María también las meditabas en tu corazón. Explícame cómo puedo llevar este torrente del amor de Jesús hasta todos y cada uno de aquellos que se cruzan conmigo en la calle, en el trabajo, en mi vida en general. Fíjate, cómo llevo los dedos, que no doy ni una en las teclas, que no paro de equivocarme, ni de detenerme para ver cómo puedo escribir con algo de sentido todo lo que ahora mismo fluye sin parar de mi alma a las teclas.

Mira, José, te propongo un trato: ayúdame a parecerme a ti, a tener la paciencia que tuviste cuando te fuiste dando cuenta de lo que esperaba a Jesús, cuando marchaste a la casa del Padre antes de verlo iniciar su misión en la tierra. Explícame cómo fue cuando lo viste entrar en el seno de Abraham para rescatar a los que allí esperaban hasta la Redención cuando entró, triunfante y con la huella de su Pasión y Muerte, y te llevó hasta el Paraíso junto a los que contigo esperaban su llegada. Hay tantas cosas que me gustaría saber de ti, de tu experiencia con Jesús… Pero ya llegará el día en que, con la ayuda de Dios Padre, me las cuentes en persona. Hasta entonces, gracias por tu patrocinio, por tu ayuda constante, por estar ahí aunque nunca nos acordemos de ti, porque siempre estuviste detrás, en ese bendito segundo plano de las cosas perfectas, de los milagros escondidos, esos que nunca atribuimos a nadie, casi que apenas agradecemos porque son cosas del día a día, y hay tantos “josés” que trabajan detrás y de los que nadie hace mención, que seguramente en el cielo hay una categoría especial de “ángeles josés”, en la que entran todos los que nos han ayudado en la vida sin que nos diésemos cuenta. También yo quiero ser uno de ellos, de esos desapercibidos, que, como algunas flores, sólo se notan cuando ya no están porque han dejado de perfumar el aire.

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