Fueron, son y serán
Hoy me cobija bajo sus notas Mr. Debussy y su hermoso “Claro de luna”. En una tarde de este extravagante otoño de temperaturas de primavera y casi verano, en el que se me ha destapado el baúl de los recuerdos y han salido todos en tromba, enredados por el viento de la memoria instalada en la fiesta de Todos los Santos. Sí, ya hemos estrenado noviembre y hace una eternidad que no he colgado una letra en este blog, mi sitio preferido para perderme, para contar y cantar al mundo lo que soy y aquello que me hace crecer cada día más.
Ya he estrenado el penúltimo mes del año. Además, es
domingo, y la sensación o, mejor dicho, la apetencia que ahora mismo tengo es
dejarme llevar por las olas de ese piano que suena al unísono con mis teclas.
Me balancea, me embriaga, me eleva hasta ese cielo del sentimiento, donde
solamente puede llevarme la música. Gracias, Señor, por tan inmenso regalo a la
humanidad.
Se supone que debería estar sentada, enterrada en apuntes y
en libros; me zarandea los oídos ese Pepito Grillo exasperante que todos
tenemos escondido en algún lugar de nuestra cabeza. Pero hoy no es día de
estudiar; seguro que después vendrá el impertinente insecto con su “ya te lo
dije” y me torturará con millones de “¿te das cuenta ahora?”, cuando me vea
agobiada porque me falta tiempo para cualquier tema de estudio. Sin embargo,
hoy toca lidiar con los recuerdos -malos y buenos- que se amontonan por doquier
en mi mente y que, en el hipotético caso de un intento de lectura de sesudos
temas universitarios, no me iban a permitir concentrarme de ninguna manera.
Muchos rostros aparecen en la retina de mi corazón, vienen a
él (re-cordar: volver al corazón) y me regalan historias relacionadas con
ellos. Algunos son muy antiguos y ya aparecen desvaídos, en tonos sepias,
incluso con algún jirón de papel a causa del tiempo; otros vienen con
quemaduras graves, probablemente a causa del daño inferido por el guardián de mi
alma, que me defendió como sólo él sabe hacer cuando ellos intentaron
agredirme. Esos, ya convertidos en débiles pavesas, solamente pueblan las zonas
de sombra; esas en las que ya apenas entro, que están casi olvidadas y a las
que debo dedicar algún día un buen rato de limpieza. Aún no ha llegado el
momento. Ya vendrá.
Rostros queridos vienen a mí con su ya eterna sonrisa, a
ofrecerme esa paz que mi existencia necesita ahora mismo, y la determinación
necesaria para poner pie en tierra, como hoplita bien preparado para recibir la
carga del soldado persa que viene hacia él. Es tiempo de plantarse, de utilizar
ese verbo que tanto me gusta: hypomenein (mantenerse en pie y soportar
el golpe). Justo el que usa San Pablo en su última definición del amor: panta
hypomenei, es decir, a todo le hace frente. Porque el amor es así, es lo
que mantiene erguido el faro que somos cada uno de nosotros; nos sostiene y
también forma parte del cimiento necesario para que esa luminaria marina no se
venga abajo a causa del embate de las olas.
Día de Todos los Santos, sin que se quede uno solo fuera de
la fiesta. De los famosos, de los desconocidos y de aquellos que tuvimos el
inmenso regalo de conocer en vida: esos “santos en zapatillas” que todos tenemos
ya en el cielo y que, igual que hicieron en vida, siguen velando por nosotros y
demostrándonos que el amor es más fuerte que la muerte, y que eso de la
comunión de los santos -en la que creemos los cristianos- es cierta. Hoy es día
de alegría, de memoria agradecida por quienes pueblan nuestra memoria con su
sonrisa y han marcado el sendero por el que ahora andamos nosotros. Ellos nos
abrieron el camino, somos porque fueron y otros serán porque somos ahora; así
es la vida, ese eterno fluir del que hablaba Heráclito, que nos lleva siempre
-querámoslo o no- a la desembocadura en el más infinito océano que jamás
podamos imaginar: el amor absoluto de Dios. Después de nuestro periplo
terrestre, nuestro destino no es otro que ése: ver cara a cara a quien es
Camino, Verdad y Vida. Cuánto ansío ese bendito día, aunque mis manos tengan
más carbonilla que brillo, porque sé que solamente con su mirada se volatilizará
cualquier resto de oscuridad que aún quede en mi alma. Sus ojos, clavados en
mí, y yo, incapaz de levantar la cabeza del suelo (es ahora, y me cuesta
levantarla de la pantalla mientras escribo). Cuando tú quieras, Señor; no tengo
prisa, pero tampoco tengo miedo. Sé que me estás preparando para algo importante
(si no, aún entiendo menos el actual lío en que me muevo), que llevas tiempo
mandando señales; pero yo nací sin gps
y soy muy torpe para los jeroglíficos, así que, como no me pongas una pancarta
en la puerta, no voy a entender lo que me quieres decir. Si bien, por otra
parte, sé que ya me lo dirás con claridad cuando lo estimes conveniente, aunque
sea con un sartenazo de esos que, de vez en cuando, me das para que espabile y
me ponga las pilas.
El día ya se ha vuelto noche. Hauser está llegando a mi alma
con su cello y el “Benedictus” de Henry Jenkins. Gracias, Padre Dios, una vez
más, por la música; por el don de estremecer mi alma con una melodía, hasta el
punto de rebosar por mis ojos. Tanta hermosura solo puede ser un retrato más de
Ti. Final de la fiesta de Todos los Santos, ese único momento del año en el que
mis “ángeles particulares” se hacen presentes en mi vida y consiguen que una
simple comida de solo dos mujeres se convierta en una mesa llena de amor y de
recuerdos que extraen lo mejor de nuestros corazones. Queridos abuelos,
queridísimo y añorado papá, yo sigo rezando a Dios por vosotros; seguid
cuidándonos desde el cielo. Os amo profundamente. Habladle bien a Dios de
nosotros.
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