Era de noche
Es lo que hoy me ha dejado en la retina San Juan. Él refleja en su evangelio hasta la hora a la que pasan los acontecimientos más importantes, los que le dejaron una huella indeleble en su alma. Cuando conoció a Jesús eran las cuatro de la tarde. Cuando Jesús curó al hijo de un importante funcionario, era la una de la tarde. Cuando Judas salió del Cenáculo para avisar a las autoridades religiosas judías sobre dónde podrían apresar a Jesús, "era de noche".
Noche no solamente cronológica, sino noche en el alma del traidor, de aquél que no fue capaz de dejarse amar por el Maestro, de quien no supo comprender que el Reino no era -ni es- de este mundo, sino de los cielos nuevos y la tierra nueva que luego contará Juan en el Apocalipsis. Era de noche, porque en el corazón de Judas no había esperanza. Ninguna. No digo que estuviese vacío, sino que, entre todo lo que le daba vueltas y le martirizaba, no había luz, ni siquiera una chispa que le hiciera poder pensar en que la Verdad iba por otro sitio. ¿Y, qué es la verdad?, le preguntará después Pilato a Jesús, en ese diálogo de sordos que entabla con él, intentando nadar y guardar la ropa al mismo tiempo.
Sin embargo, el Reino de los Cielos no es lugar de medias tintas. Jesús lo dijo numerosas veces, la más clara: "El que no está conmigo, está contra mí". Aquella noche, reinó la oscuridad hasta bien entrado el día. Porque el señor de las tinieblas gobernó el mundo, y la ciudad santa, Jerusalén, que no fue capaz de reconocer al Mesías, mejor dicho, que no quiso reconocerlo aun cuando lo tenía delante. Era de noche; noche cerrada para los pobres discípulos que veían cómo se llevaban al Maestro sin más, que no supieron reaccionar, que se dejaron dominar por ese miedo que bloquea, que paraliza y que no deja pensar con mediana claridad. Estoy segura de que la única persona que supo mantener la calma hasta cierto punto fue María, la Madre de Jesús. Su fe sin fisuras, esperando contra toda esperanza a lo largo de toda su vida, la mantuvo cerca de su Hijo en sus idas y venidas de Herodes a Pilatos, en su inmisericorde flagelación, en su carga de la cruz hasta el Calvario y en su vuelta al Padre, cuando todo se había cumplido.
Es noche también ahora en el mundo, rodeados por una enfermedad que se está llevando a los seres humanos a millares, contagiando a cientos de miles como si fuera el ángel exterminador que cayó sobre Egipto en aquella primera Pascua de Israel. Es de noche, y no nos da la gana de buscar la luz; seguimos pensando que nosotros solos podemos con esto; y no hay nada más lejos de la realidad. La ciencia será quien encuentre el remedio para esta pandemia, es cierto; pero la enfermedad del alma, la de una sociedad que sufre lo indecible porque no es feliz y, además, se niega a volver los ojos a Dios, continuará mientras el ser humano no reconozca que, por sí mismo, es una criatura -por tanto, creada por un Ser Superior- y que la dimensión espiritual de la persona es tan real como su dimensión corporal.
Tenemos una oportunidad de oro en estos días de Semana Santa para leer y vivir con Jesús sus últimos días en la tierra, cuando Tiberio Augusto César era el Emperador de todo el mundo conocido. No cuesta trabajo leer los relatos de la Pasión y Resurrección de Cristo, y ojalá alguien se anime con el libro de Benedicto XVI "Jesús de Nazaret", en el que aporta mucha luz para comprender las circunstancias que llevaron a Jesucristo a ser condenado a la muerte, y muerte de cruz.
Fue de noche durante tres horas a pleno día, aquel primer Viernes Santo de la historia. Las tinieblas cubrieron el cielo hasta que Jesús exhaló su último aliento y entregó su Espíritu en manos de Dios Padre. El velo del templo se rasgó como signo de que habían caído las fronteras entre Dios y los hombres porque Él se había hecho uno de ellos; el Señor del tiempo se hizo ser temporal por amor a esa díscola criatura que es el ser humano. Es significativo que el verbo usado en esta ocasión sea el mismo que en el Bautismo en el Jordán, cuando fue el cielo el que se rasgó para que Dios Padre identificara a su Hijo amado.
Fue de noche durante tres días. Tres larguísimos días para los once, escondidos porque no entendían lo que había pasado, porque no les entraba en la cabeza que el Maestro, el Mesías que habían reconocido, hubiera terminado así. Tres días de espera para la que siempre creyó, y a la que me encomiendo para que sea mi guía en esta peculiar Semana Santa que estoy viviendo.
Noche no solamente cronológica, sino noche en el alma del traidor, de aquél que no fue capaz de dejarse amar por el Maestro, de quien no supo comprender que el Reino no era -ni es- de este mundo, sino de los cielos nuevos y la tierra nueva que luego contará Juan en el Apocalipsis. Era de noche, porque en el corazón de Judas no había esperanza. Ninguna. No digo que estuviese vacío, sino que, entre todo lo que le daba vueltas y le martirizaba, no había luz, ni siquiera una chispa que le hiciera poder pensar en que la Verdad iba por otro sitio. ¿Y, qué es la verdad?, le preguntará después Pilato a Jesús, en ese diálogo de sordos que entabla con él, intentando nadar y guardar la ropa al mismo tiempo.
Sin embargo, el Reino de los Cielos no es lugar de medias tintas. Jesús lo dijo numerosas veces, la más clara: "El que no está conmigo, está contra mí". Aquella noche, reinó la oscuridad hasta bien entrado el día. Porque el señor de las tinieblas gobernó el mundo, y la ciudad santa, Jerusalén, que no fue capaz de reconocer al Mesías, mejor dicho, que no quiso reconocerlo aun cuando lo tenía delante. Era de noche; noche cerrada para los pobres discípulos que veían cómo se llevaban al Maestro sin más, que no supieron reaccionar, que se dejaron dominar por ese miedo que bloquea, que paraliza y que no deja pensar con mediana claridad. Estoy segura de que la única persona que supo mantener la calma hasta cierto punto fue María, la Madre de Jesús. Su fe sin fisuras, esperando contra toda esperanza a lo largo de toda su vida, la mantuvo cerca de su Hijo en sus idas y venidas de Herodes a Pilatos, en su inmisericorde flagelación, en su carga de la cruz hasta el Calvario y en su vuelta al Padre, cuando todo se había cumplido.
Es noche también ahora en el mundo, rodeados por una enfermedad que se está llevando a los seres humanos a millares, contagiando a cientos de miles como si fuera el ángel exterminador que cayó sobre Egipto en aquella primera Pascua de Israel. Es de noche, y no nos da la gana de buscar la luz; seguimos pensando que nosotros solos podemos con esto; y no hay nada más lejos de la realidad. La ciencia será quien encuentre el remedio para esta pandemia, es cierto; pero la enfermedad del alma, la de una sociedad que sufre lo indecible porque no es feliz y, además, se niega a volver los ojos a Dios, continuará mientras el ser humano no reconozca que, por sí mismo, es una criatura -por tanto, creada por un Ser Superior- y que la dimensión espiritual de la persona es tan real como su dimensión corporal.
Tenemos una oportunidad de oro en estos días de Semana Santa para leer y vivir con Jesús sus últimos días en la tierra, cuando Tiberio Augusto César era el Emperador de todo el mundo conocido. No cuesta trabajo leer los relatos de la Pasión y Resurrección de Cristo, y ojalá alguien se anime con el libro de Benedicto XVI "Jesús de Nazaret", en el que aporta mucha luz para comprender las circunstancias que llevaron a Jesucristo a ser condenado a la muerte, y muerte de cruz.
Fue de noche durante tres horas a pleno día, aquel primer Viernes Santo de la historia. Las tinieblas cubrieron el cielo hasta que Jesús exhaló su último aliento y entregó su Espíritu en manos de Dios Padre. El velo del templo se rasgó como signo de que habían caído las fronteras entre Dios y los hombres porque Él se había hecho uno de ellos; el Señor del tiempo se hizo ser temporal por amor a esa díscola criatura que es el ser humano. Es significativo que el verbo usado en esta ocasión sea el mismo que en el Bautismo en el Jordán, cuando fue el cielo el que se rasgó para que Dios Padre identificara a su Hijo amado.
Fue de noche durante tres días. Tres larguísimos días para los once, escondidos porque no entendían lo que había pasado, porque no les entraba en la cabeza que el Maestro, el Mesías que habían reconocido, hubiera terminado así. Tres días de espera para la que siempre creyó, y a la que me encomiendo para que sea mi guía en esta peculiar Semana Santa que estoy viviendo.
Comentarios
Publicar un comentario