Tecla y corazón
Hoy no es a mano, sino a tecla y corazón. Con un alma que llora,
que se rompe de amor, de un amor tan profundo que no existe tiempo ni espacio
que pueda abarcarlo. Mi alma se rasga en dos como lo hicieron los cielos para
darte nombre, Hijo de Dios; se rompe porque no puede abarcarte, porque no puede
abrazarte ni tocarte como desearía. Lejos de ese amor vulgar, mundano, crudo y feo,
que no distingue azul de blanco, que no sabe lo que es llegar hasta el final en
la entrega total y sin reservas por aquel a quien se ama sin conocerle siquiera.
Porque me amaste antes de ponerme cara, cuando yo tan sólo era un sueño de Dios
y ni siquiera los que serían mis padres habían puesto sus pies en la tierra.
Es llanto a palabra y música, a teclas salinas y a máquinas
que no dan abasto a la rapidez de unos dedos perdidamente enamorados de ti. Sí,
enamorados hasta las médulas más profundas de un corazón roto en mil pedazos y
remendado en tres mil quinientos por tus manos, una y otra vez, sin cansarte,
sin reprocharme mis múltiples caídas en los mismos agujeros, los mismos tropiezos
continuos y casi rítmicos. Y ahí sigues, perdonando, consolando, tomándome de
la mano y acariciando mi cabeza como sólo tú sabes hacer. Sin palabras, sólo
con un amor que se palpa, que se puede cortar de lo recio y grande que es;
tanto me das cada día, cada segundo, cada instante, y tan poco te correspondo,
que se me rompe el alma, la vida, los ojos, las manos, todo mi ser porque no
soy capaz de hacer una a derechas, de demostrarte, aunque sea un átomo de mi
amor de correspondencia.
Mi vida quiere ser regalo para ti, pero sólo hay un medio de
que lo consiga: ser regalo para los demás. Porque ese es tu deseo, que yo no me
pertenezca, que nunca sea mía, sino de ti y, a través tuyo, de todos los que se
crucen en mi camino. Debo ser tan tú que ni tan sólo recuerden mi nombre, ni mi
cara, ni mi voz siquiera como un eco en la memoria. De eso se trata, de entregarme
toda, con mi miseria y mi pecado, con lo bueno y con lo no tan bueno. He de
dejarme caer y diluirme en ti, ser una gota en tu océano de absoluto y puro
amor; pero tengo miedo, como aquel muñeco de sal que no se atrevía a adentrarse
en el océano porque no sabía lo que pasaría si dejaba de ser él mismo. Quiero y
no puedo, puedo y no quiero. Mi eterno dilema es ese, dejar de ver el inmenso
océano azul que me enamora con su rumor, que me llama con sus olas al rozar mis
pies, “ven, no temas”, “ven, te amo”, “ven”.
Aquí, en mi playa segura, donde ansío poseerte y dejarme poseer
por ti, se me pasa la vida como cae la arena entre las manos. Y no termino de
atreverme, no acabo de dar el paso. Necesito el arrebato final, amado mío, esa
mano que tire de la mía con sus ojos de esperanza brillando en los míos. Necesito
tu ayuda, tu impulso, ese viento que me empuje en la espalda y me haga dar un
solo paso hacia adelante para mojarme los pies en ti, el resto ya será fácil.
El más difícil es el primer paso, los demás vienen tras él sin apenas esfuerzo.
Quiero hacerlo, pero el miedo atenaza mis pies; mi prisa, mi no pensar -o
pensar demasiado, quién sabe- me agarrota el alma. Miles de peros, miles de
contras, miles de excusas vacías que me clavan al suelo, que me hacen postergar
la decisión definitiva no sé hasta cuándo.
Y así estamos, tecla y corazón unidas a la música que suena,
como siempre, a mi alrededor. En un día más que extraño, donde nada ha salido
como se esperaba, en un mundo en completa crisis y patas arriba porque, de
nuevo, un microorganismo ha tumbado la soberbia humana, consiguiendo pararlo
todo, consiguiendo que unos peleen con otros para ver quién tiene la culpa de
algo que todos, absolutamente todos, nos hemos ganado a pulso. Porque no
queremos ver la realidad, porque no queremos renunciar a nuestro propio yo, a
tener siempre la razón, a ser los más en todo… y hemos resultado ser los menos
que nada.
No estoy pesimista, Señor, no creas. Sigo con esa tu alegría
tatuada en el alma; simplemente, han sido demasiadas malas noticias juntas y me
está costando trabajo procesarlas y digerirlas sin que me lastimen terriblemente
en el corazón. Mi arrepentimiento no es pose, sino real dolor de amor, porque
sé que te hace daño cuando te defraudo, más aún si hay un tercero o terceros
perjudicados por culpa mía. Perdóname una vez más, sólo puedo dirigirme a ti
desde el polvo que soy, contrita el alma, deshecha en el más agudo sufrimiento,
porque, cada vez que la maldad triunfa a costa mía, añado más peso a esa Cruz tuya
que antes no comprendía y que ahora entiendo perfectamente. Porque, gracias a que
te conozco mejor, ya sí sé lo que significa “sustitución”, ya sí comprendo cómo
hiciste nuevas todas las cosas clavado a aquel madero en Jerusalén. ¡Cuánto
tiempo he tardado, Señor! Pero, al fin, ha llegado el día y la hora en que lo
sé, en que conozco cada martillazo dado por mí, cada latigazo contado por mi
voz y cada grito pidiendo que te crucificaran, que venía motivado por mi
miseria y mi pecado.
Con todo, comprendo también que lo hiciste voluntariamente, que
podías haberte negado, pero tu abandono en manos del Padre, tu voluntad de
hombre tan perfectamente adherida a la de Dios, hecha una con la suya, fue la
que me salvó. Ella hizo que mereciera la pena aquel martirio a manos de
paganos, jaleados por la muchedumbre enloquecida de odio y envenenada por el padre
de la mentira, que se paseaba sonriente entre ellos aquella tarde en el
pretorio.
Me amaste y te entregaste por mí para que, muchísimo tiempo
después, yo estuviera escribiendo ahora mismo esta carta de petición de perdón
y de alabanza y acción de gracias a la vez, porque de eso se trata, de darte
las gracias por tu entrega, de regalarte el oído contándote mi amor por ti, mi
enamoramiento supremo y supino por ti, Hijo de Dios, por esos ojos que sé que
me miran ahora mismo, aunque hoy no hayamos podido estar todo lo juntos que
solíamos (y bien que lo echo de menos y que siento esa ausencia de tu cercanía
diaria). Qué poco valoramos lo que tenemos; sólo nos damos cuenta cuando lo
perdemos, como nuestra cita diaria, que ayer concluyó hasta sabe Dios cuándo.
Ahora nos querremos desde lejos, espiritualmente, y sin tener contacto por
culpa de esta prueba que estamos atravesando. Sé que es una prueba, nada más;
sé que la pasaremos, aunque no sé si aprenderemos de verdad de este trance. Al
menos yo sí que estoy sacando conclusiones y estoy determinada a hacer cambios
importantes en mi modo de vida. Sólo espero tu ayuda para que así sea; ya sabes
de mi escasa voluntad en determinados momentos; quizá no fue buena idea probar
la ayuda de tu Santo Espíritu, que se las ingenia tan bien haciendo que yo tome
las decisiones oportunas, que me he acostumbrado a que sea él quien dirija mi
vida.
Sí. Puede que se trate de eso, que en los últimos tiempos le
he tratado menos y sea, otra vez, culpa mía. Lo siento, Espíritu, Septiforme
(me encanta llamarte así), brisa, creatividad de Dios. Es posible que tú y yo
seamos buenos amigos, porque de imaginación también estoy bien provista, por
regalo directo de mi Padre Dios. ¿Te das cuenta? Sólo invocarte y la alegría ya
ha vuelto a mi alma y las teclas vuelan tan rápido que las letras salen a
medias. Mi inspiración continua, mi vida hecha canción de Dios, mi alma reflejada
en un escrito que es cada vez más largo y que no sé cómo terminará. Ven a mí,
te regalo mi alma para que vivas en ella; quédate conmigo y haremos prodigios
juntos gracias a ti. Te dejo mis manos, mis ojos, mi voz, haz con ellos lo que
quieras, alaba a Dios, da gloria a su Nombre a través de mí; quiero ser
marioneta en tus manos que plasme con sus movimientos la maravilla de la
creación de Dios, sus milagros en mí y en mi vida.
Eso es lo que deseo: dejarme conducir por ti, dulce viento
del sur, cálido y suave a la vez, que dibujas mi eterna sonrisa y diriges mis
ojos para que miren hacia el horizonte, esa línea donde se juntan cielo y
tierra que es mi corazón.
Comentarios
Publicar un comentario