Rutinas de amor

Es idea común que la rutina mata el amor. Sin embargo, esta misma mañana, hace unos instantes, mientras estaba haciendo otra cosa, mi prodigiosa máquina de asociar ideas le ha dado la vuelta a la tortilla. El razonamiento ha sido el siguiente: haciendo memoria de todas las cosas que, de modo ordinario y habitual, casi automático, hago cada mañana, he caído en la cuenta de todo lo que, de esa misma manera, hacen otros por y para mí, para que mi vida sea más fácil y yo esté más cómoda, para que me cuesten menos trabajo las tareas que vayan surgiendo a lo largo del día.
Yendo algo más atrás en mi vida pasada, me ha venido la figura de mi madre: la de mañanas que entraba en mi cuarto y me despertaba con una manzanilla caliente -a veces con su chispa de anís- porque, según ella, iba muy bien para el estómago. Fueron muchísimos días durante muchos años, constante y perseverante en que lo hizo, conmigo y con mi hermano. Lo mismo ocurría con mi ropa, siempre preparada y colocada en mi armario, la casa limpia y la comida preparada para cuando mi padre, mi hermano y yo volviésemos del colegio y del trabajo. Si me paro a recordarlo todo, estaría así durante horas y horas. Era su "rutina" y la mía también, pero era bastante más que eso: era amor del bueno, era desvivirse por aquellos a quienes quería -y aún lo sigue haciendo- y era demostrar sin palabras lo que de verdad le importaba y le importa.
Pues así sucede con todo: la rutina puede ser transformada en algo absolutamente extraordinario cuando la convertimos en gestos continuos y perseverantes de amor hacia los demás, empezando por los más cercanos. El terrible problema sobreviene cuando lo hacemos al contrario, cuando los gestos de amor los convertimos en rutina de la mala, en desgana, en ir arrastrando los pies para abrir la puerta a nuestro marido cuando llega y se ha olvidado las llaves, o cuando toca ayudar a los niños a hacer los deberes del colegio, o cuando "toca" ir a Misa... Tantas cosas que hacemos todos los días y que cambian de significado, según cómo las hagamos y según nos las planteemos en nuestro día a día. Porque resulta que la santidad está encerrada ahí, en esas cosas ordinarias que hacemos, en levantarnos sin remolonear; en hacer lo que tenemos que hacer, con los cinco sentidos y pensando que es una ofrenda a Dios y un servicio desinteresado a los otros, esos prójimos en los que también se esconde el rostro de Cristo; en hablar con Él cada día, sin sentirlo como una pesada obligación, sino asumiendo que es hablar con quien nos ama de verdad, sin reservas y a fondo perdido.
Sí. La rutina del amor nos la enseña Dios cada día, amándonos en lo más simple que hagamos, en las decisiones que tomemos pensando en Él y en el bien de los demás, en la entrega por aquellos que nos aman y, también, por los que, o no nos quieren tanto, o, directamente, nos caen como una patada en el hígado. Un gran santo dijo que para alcanzar la santidad "no hay que hacer cosas raras", y no pudo estar más acertado; de hecho, el Concilio Vaticano II le dio la razón, años después, cuando dijo que todos los cristianos estamos llamados a ser santos desde nuestro día a día, desde los pucheros, limpiar el polvo, operar una hernia o arreglar un coche.
No creo que ser santo sea tan difícil; es más complicado ser constante en las tareas y perseverar en mantener la sonrisa siempre puesta. Ese tesón sólo puede conseguirse con la ayuda del Señor, Él es quien nos da la fuerza para cumplir esa última característica que San Pablo dice del amor: "todo lo soporta", porque ese "soportar" no es sinónimo de "aguantar-con-cara-de-dolor-de-estómago", sino de ser cimiento de un edificio, de tener los pies bien plantados en la tierra y aguantar el embate de las olas, porque el faro, amigos míos, tiene su asiento en la Verdad que es Cristo, la única Verdad que nos hace enteramente libres.

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