Envíame un ángel

Así se titula la pieza musical a piano y violoncelo que estoy disfrutando ahora mismo. Anne Sweeten es mi último descubrimiento y mi última acción de gracias a Dios por el regalo de la música. No hay nada más hermoso ni que me toque más de lleno el corazón, que la música en su estado más tranquilo, cuando las notas te van acariciando la mano y te llevan hasta lo más elevado y sereno de tu espíritu. Allí, en ese lugar único del alma donde cielo y tierra se hacen uno, donde nada ni nadie puede perturbar la imponente sensación de vida latente y palpitante, justo allí es donde me transporta en este instante.
No existen el quehacer, ni las tareas pendientes, ni tampoco el mal rato que ha hecho mandar al traste esos buenos propósitos mañaneros en el trabajo. Solamente la quietud de una nota mantenida por un violoncelo, lánguido y sereno, pero nunca triste.
Hoy comienzo la Cuaresma de este año, muchos buenos propósitos de poda para el árbol de mi vida, muchos intentos y reintentos para llevarlo a cabo a la de ya. Frustración porque una es tan de barro, que no llega a levantarse, cuando ya está de nuevo en el suelo. Y la niña, pequeña y caprichosa, se sienta en el bordillo a llorar su inconstancia, su total incapacidad de ser buena y de portarse bien. Es en ese momento, cuando ella es consciente de su gigantesca pequeñez, cuando Papá le envía un ángel, que llega a su lado, se sienta y le pregunta cómo está. Le acaricia el pelo y se lo coloca tras la oreja, la mira con muchísimo cariño, y le ayuda a echar fuera esa tóxica reata de virus que forman el enfado ante la propia realidad. Y el mensajero se queda, callado, sentado a su lado; su compañía es mucho más efectiva que cualquier palabra que le pueda decir, incluso siendo un ángel. Muchas veces no necesitamos oír, sino sentirnos escuchados desde el silencio del alma expectante.
Y, poco a poco, tan despacio como se eleva la melodía desde las manos del pianista, la desazón de las lágrimas deja paso a la serenidad de la compañía real de ese Padre, que ha acudido después de su enviado, para consolar a su hija como nadie es capaz de hacer, como solamente saben hacer los que nos han dado la vida: mirándonos con cariño y una sonrisa de acogida, de abrazo constante y de refugio permanente. Y, entonces, la misericordia convierte el morado-penitencia en alegría de perdón y de esperanza, sobre todo, de mucha esperanza, porque, por muy torpe que sea una a la hora de elegir el camino a seguir, siempre habrá un ángel que me ayude en su nombre, si no es que Él mismo viene a llevarme de la mano para que no tropiece (que todo es posible para quien tiene fe).

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