Anuncios

Y resultó que era verdad, que de nuevo anunciaban que venía, que iba a llegar, que debíamos ser fuertes y aguantar el último tirón, el último esfuerzo. Había que estar pendientes, en vela decían...
Y muchos se quedaron esperando la entrada triunfal, al estilo de los generales romanos, con su armadura dorada, al final de todo el cortejo triunfal, con aquellas voces de la conciencia en pie, con la corona de laurel en la mano, cerca, pero sin tocar la cabeza del victorioso héroe, esas voces que musitaban: "Recuerda que eres mortal".
Y se fueron decepcionando por la larga espera, porque no llegaba aquel que los iba a vengar, que iba a echar a mandobles a los invasores, que les iba a devolver el esplendor del Edén perdido, el que terminaría con todos los dolores, pesares y suspiros...
Y la esperanza se fue reduciendo a los que no tenían otra cosa más que eso: su esperanza. Pero no una esperanza cualquiera, sino aquella que echa raíces fuertes en el terreno de los que no tienen nada que perder y todo por ganar; en esos corazones fuertes y blandos a la vez, que habitan los pobres entre los pobres, los que por no tener, ni siquiera tienen apego a nada y todo lo dan porque lo importante también se da: el amor que proviene de la certeza de que serán salvados por su Dios fuerte, poderoso y, sobre todo misericordioso. Un Dios que se queda con todo el mal y les devuelve el mil por ciento de bien; que sale a jugar con sus hijos y les cuenta mil historias para hacerles sonreír y ser conscientes de su gran valía, de la gran dignidad que tiene el hombre por el solo hecho de haber sido creado por Él.
Y en ese pequeño resto de esperanzadas criaturas, una brilló para Dios y le robó el corazón. Era una joven nazarena, llena de cualidades y, sobre todo, de fe. Esa fe grande, ancha y robusta, que permite al que la tiene dormir la siesta tumbado en ella, porque todo lo aguanta. Esa chica sería la sede, el trono del verdadero Rey del Universo, el lugar donde se haría el mayor de los milagros: donde el Hijo de Dios se haría Hijo de hombre, donde se formarían esas manos que después sanarían, los pies que recorrerían enormes distancias para llevar el Amor a todas las partes posibles, esos ojos que penetrarían los corazones y seducirían masas.
Justo donde y cuando nadie estaba mirando, ocurrió todo. Un Mensajero llamó al corazón de aquella joven y le pidió permiso para que Dios se instalara en su seno y creciese; para que después lo criase y le diese un hogar, una familia que cuidara de él hasta que pudiera valerse por sí mismo. Y la chica dijo que sí, a pesar del tiempo, del momento y de sus circunstancias personales; no le importó nada el qué dirán ni cómo de difíciles se pondrían las cosas, sino que aceptó la inmensa aventura de dejarse amar y guiar por el propio Dios para siempre.
En un tiempo en el que la tierra conocida al fin estaba en paz (porque Roma lo había invadido todo y Augusto gobernaba con mano de hierro, todo hay que decirlo), llegada la plenitud de los tiempos, nació Él. De noche, lejos del hogar que tenían preparado desde hacía meses María y José; como Dios hace siempre las cosas, con sorpresas incluidas, donde nadie les dejó un sitio, pero rodeados del calor de aquellos que sí esperaban al que debía llegar; aquellos pobres de entre los pobres, pastores que estaban durmiendo al raso y que fueron los primeros testigos de aquel momento en el que el cielo entero se abrió para mirar y envidiar a la tierra, porque en ella había nacido el Rey del Universo.

Comentarios

Entradas populares