La más estéril

Una canción de la Streisand comienza con la frase: "No hay una mañana que no empiece con mil preguntas en mi mente". Podría aplicarse perfectamente a mí, porque cada amanecer, sin levantar siquiera la cabeza de la almohada, ya está mi cabeza llena de miles de ideas, planes, proyectos, preguntas y canciones girando como un torbellino.
Miles de preguntas hacia dentro y hacia fuera a lo largo de las horas del día; la gran mayoría, afortunadamente, con respuesta. Pero hay unas cuantas que no tienen fácil contestación, son las más profundas, las que tocan la médula espinal de mi alma. Entre ellas hay una que jamás encuentra respuesta en mi interior: "¿por qué?"
Y no me refiero a los porqués naturales, sino a los trascendentales; esos que siempre aparecen en modo interrogativo y como consecuencia de acontecimientos que marcan puntos de inflexión vitales. Nunca obtendremos respuesta porque no depende de nosotros, porque no conocemos la raíz más profunda de nuestra vida si no queremos ver la realidad: que solamente Dios es quien puede dar sentido a esos acontecimientos, sólo Él es quien puede contestar a nuestros desgarradores interrogantes con un abrazo, con SU abrazo. El único que puede sanar corazones heridos, vendar almas rotas y devolver la alegría y el sol del mediodía al que andaba en tinieblas.
Hoy es un día raro, extraño para mí: hace un año que mi padre abandonó este mundo y fue a conocer en persona a mi Padre del Cielo, al que nos creó a él y a mí, el que me soñó y decidió ponerme en la familia que mejor me sentaba, en la que debería crecer, aprender y hacerme una mujer.
El año pasado tenía tal barullo de sentimientos y pensamientos enmarañados y mezclados entre sí, tal montón de decisiones que tomar en segundos sobre mil cosas después que él se fue, que apenas pude pararme a recapacitar y empezar a hacerme a la idea de lo que me acababa de pasar. Días después fui tomando conciencia más clara del vacío, del inmenso hueco que se estaba abriendo en mi alma y de la imposibilidad de rellenarlo, porque seguiría estando ahí; aunque se cerrase, la cicatriz me lo recordaría por los siglos de los siglos.
Esa cicatriz duele, a veces mucho, otras no tanto, pero siempre la siento. Cada movimiento, cada mirada, cada palabra que oigo, todo, absoluta y completamente todo, me lo recuerda a cada instante. Y es por eso por lo que cada día, cada minuto, doy gracias a Dios porque Él me ha enseñado a no preguntar lo que es estéril, lo que no alimenta sino que más bien hace daño. No se trata de preguntar por qué, sino cómo: cómo me vas a ayudar a asumir esto en mi vida, cómo puedo ayudar a mi familia a aceptarlo, cómo le contesto a mi madre cuando me ha preguntado esto o lo otro, cómo puedo hacer que la cicatriz me saque una sonrisa en lugar de lágrimas amargas... y así millones de "cómos" encuentran respuesta rápida en Él, porque siempre contesta y ayuda. Así lo ha hecho conmigo; y, tengo que confesarlo, esta vez se ha lucido bien. Jamás pensé que en un día como hoy se pudieran cerrar tantos capítulos a la vez, pudieran arreglarse líos del trabajo que no sabía si tendrían final y, en fin, acordarme de los últimos momentos que pasé con mi padre en este mundo dando gracias a Dios por haberme permitido estar hasta el mismísimo último aliento, cogida a su brazo y diciéndole cuantísimo le quería, y le quiero, que conste, que aún le amo con toda mi alma y así seguiré hasta que pueda darle un abrazo de verdad en la otra vida.
Hace mucho tiempo que no pregunto por qué, sino cómo; que no me caliento la cabeza con preguntas que no tienen ni sentido ni respuesta. Prefiero dar gracias al que permite que las batallas más duras sean libradas por los mejores guerreros, porque para ellos es la ayuda de Dios Padre.

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