Año nuevo
Son las ocho menos cuarto de la tarde nueva que nos ha
quedado tras el cambio de horario. Ayer, 31 de marzo, quedó inaugurado el nuevo
medidor de tiempo y, para evitarme errores innecesarios, coincidió con mi
aniversario particular. Todo en uno: nueva hora (una menos, para alivio de mis
penas), domingo y hoy: lunes, primero de mes, y una hora menos de sueño en el
cuerpo. Casi nada para iniciar la primera semana del resto de mi vida.
Pero no me importa lo más mínimo. Después de un trimestre de
este año 2019, mi corazón ha decidido prescindir de las montañas rusas y
quedarse con los pies bien puestecitos en la tierra, donde hay menos
sobresaltos, porque una ya va teniendo una edad… Atrás quedaron esas adolescencias
tardías, fruto de rebotes pasajeros, de crisis extrañas asociadas a
determinados aniversarios o malos recuerdos con más o menos poso de desamor,
pero, en todo caso, colocados ya donde tienen que estar: en el cubo de las
cenizas de aquello que pareció, pero sólo fue un espejismo ya pasado de moda.
Ahora, oh yeah, lo que toca es mucho swing y mucho soul para
mover mis caderas al compás y no perderme ni un solo baile de los muchísimos
que me esperan y que no están tan lejos como pudiera parecer. Propósitos de año
nuevo en el mes de abril, pero, al fin y al cabo, una nace cuando le da la gana
y ayer, 31 de marzo fue mi nochevieja particular. Hoy, 1 de abril ya es año
nuevo para mí. He hecho muy pocos propósitos, para que puedan ser cumplidos a
lo largo de este año recién estrenado y no los pienso revelar, para evitar
malas vibraciones y peores karmas.
Año nuevo y, si no vida nueva, sí que esperanza nueva en que
mi sueño se cumplirá -ya lo está haciendo, ¿no os dais cuenta?-. Todo surgirá y
saldrá a pedir de boca, pero en su justo tiempo y lugar. Por lo pronto, ya
estoy poniendo los cimientos que llevará y me estoy encargando de hacer un buen
foso para hundir en él esa gran Roca en la que asentaré mi edificio final, ese
que me va a llevar construir el resto de mi vida.
Sé que he venido a este mundo para algo grande, muy grande,
y me está preparando para ello Aquel que no cabe en el universo y que me soñó
justo para ser suya, solamente suya, para hacerme todo lo feliz que sólo su
infinito corazón es capaz de hacerme. Más allá de sentimentalismos, de
emociones superficiales y demás baratijas, me ha entregado su Amor más absoluto
y sin reservas, todo para mí, para que duerma en él, lo respire, lo viva, lo
sienta y lo cante; para que sea un libro abierto para todos y que hable sólo de
Él, de esa manera loca y sin medida que tiene de amarnos, de regalarnos, de
querer sólo lo mejor para nosotros.
Soy testigo privilegiada de sus acciones en mí y a mi
alrededor. Cosas sorprendentes y difícilmente justificables que veo, o que he
aprendido a distinguir, en todo mi entorno personal, familiar y laboral, me
hablan especialmente de Él, de su mano, de su diseño de vida, de ese plan tan
absolutamente maravilloso que ha preparado para esta que lo es, su hija
querida, amada y muy, pero que muy mimada.
Porque el único fin de todo lo vivido por mí hasta la fecha
es demostrarme que, por más que me empeñe en hacer otros planes, Él es el único
que tiene el plan maestro sobre mi vida; quien mejor me conoce y conoce también
lo que es mejor para mí. Por eso decidí hace unos años dejarle hacer en mí su
plena y total voluntad, y he de confesar que jamás he sido más feliz que ahora;
con todos los malos momentos sufridos en los últimos tiempos y los que sé que
aún me faltan por vivir (que vendrán, no tengo duda sobre ello), siempre estará
a mi lado para ayudarme a comprender esos porqués a posteriori, que siempre
llegan para que todo encaje como un guante.
No es tan difícil dejarse querer por Él, es cuestión de
cerrar los ojos y dejarse llevar, como cuando estás bailando con esa persona
tan especial que llena tu mundo y tu alma, segura de que en sus brazos no habrá
tropiezos, sino refugio seguro y un amor profundo que nos lleva hasta el infinito
que se asoma a la mirada de esos ojos que siempre están pendientes de mí. Le
amo, es cierto. Lo confieso abiertamente: le amo y siempre le amaré.
Dicen que “a quien mucho se le perdona, mucho ama” y es
cierto. Los que hemos vivido la experiencia de sentirnos acogidos y amados sin
condiciones tras vagar por el mundo sin rumbo, con el corazón hecho trizas y la
vida pendiendo de un débil hilo, somos conscientes del alcance de una
misericordia de ese calibre. De cómo el corazón de un Padre se estruja sobre sí
mismo en pura compasión por aquel hijo de sus entrañas, perdido por su mala
cabeza y que, de repente, después de tocar fondo, es capaz de volver a casa con
la cabeza gacha, dispuesto a asumir el castigo que le quieran imponer mientras
le permitan estar donde cualquier jornalero tiene pan cada día. Que te amen
así, que te abracen sin dejarte hablar apenas, cuando lo único que quieres es
pedir perdón con tu llanto, con el torrente que mana de un corazón arrepentido
por el daño hecho y que se antoja irreparable, no se puede describir de ninguna
forma posible. Es inefable, no hay palabras que expresen lo que siente un
corazón roto cuando lo abrazan, le limpian las profundas heridas, lo curan, lo
reponen en su lugar y, sin hacer preguntas, todo comienza de nuevo.
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