Archivo

1 de agosto. De facto, inhábil en mi lugar de trabajo. De hecho, día de archivar papeles, de recordar tiempos pasados, vidas ajenas que ya, por fin, descansan en la paz de las estanterías y esperan a que les llegue el polvo del tiempo para dejarlas, definitivamente, en el olvido. Tanta paz lleven como descanso deja, que reza el dicho...
Pero no sólo archivo de historiales, expedientes y otros temas anejos. El trabajo mecánico, manual, tiene para mí la ventaja de que es como un mantra que deja libre mi pensamiento para hacer lo que más le gusta: recopilar información, analizarla, pasarla por el tamiz del corazón (sí, por ahí precisamente) y archivarla en la "p" (de papelera), en la "o" (de olvido perpetuo) o en la "e" (de esperanza).
Archivo, recuerdo, sonrisa nostálgica en el rostro y, de fondo, música de la que te mueve los pies y te hace cantar a su son, de esa que me alegra el rato, aunque hoy ha sido casi toda la mañana, y de ello dan fe mis pies, que me han agradecido en estéreo el haberme sentado hace unos minutos.
Me queda media hora de trabajo en el despacho y este es mi paréntesis, que aprovecho para volver a mi afición favorita después de cantar y bailar: escribir. Llevaba ya demasiado tiempo sin ponerme a las teclas y, mire usted por dónde, ha tocado hoy. Hoy después de ayer, después de antes de ayer, dos días para inscribir en la antología de mi disparate particular, porque nunca pensé que algo obvio pudiera enredarse de tal manera por no querer ver la verdad. Y no es soberbia propia de querer llevar la razón, no me cuesta trabajo cederla si me razonan la respuesta; a veces, incluso prefiero callarme a iniciar una guerra que no voy a ganar porque no se puede discutir con alguien que, por sistema, siempre tiene que llevar la razón, lo cual es la mayor de las sinrazones.
Pero ya es hoy, miércoles, primero de agosto, viendo en lontananza mi resto de vacaciones, que se acerca sin prisa y sin pausa a mí, insinuante y sinuoso, lleno de expectativas de descanso, nuevos aires y cero despachos.
Al fin ha llegado el día de la calma tras la tempestad. Cuando me ha tocado dar el carpetazo final al capítulo más largo de mi vida y colocarlo en las estanterías junto a tantos otros; me acabo de recordar de la última escena de "En busca del arca perdida", de ese enorme almacén lleno de cajas iguales. Pues lo mismo me ha pasado a mí al ver esa caja como las demás, otra más en la multitud de cajas ya almacenadas de tiempos anteriores. Fin.
Y comienzo otro libro, este será más doloroso, seguro, pero no menos alegre ni menos lleno de esperanza que los otros. Diría más: éste va a rebosar amor por todos los poros, porque de eso se trata, de amar sin mirar el tiempo ni el espacio, de regalarse y donarse y reírse y quererse juntos hasta que Dios quiera, que espero tarde mucho en ese querer concreto. Me espera otra cuesta arriba más, y ya van tantas... pero no me importa en absoluto porque, como digo siempre, sé que no voy sola; sé de quién me fío y que me va a acompañar unas veces a mi lado, hablando los dos como los compinches que somos, otras me cogerá de la cintura y me dejará recostar mi cabeza en su hombro y puede que haya otras en las que él me tenga que tomar en brazos porque yo no podré más. Pero estará ahí, demostrándome a cada segundo lo grande, lo firme, lo bueno y lo eterno que es su amor absoluto por mí.
Él no va a mirar lo de fuera, sino lo de dentro: qué habita mi corazón, cuáles son mis inquietudes más íntimas y mis deseos más profundos. Y, como suele hacer, me sonreirá y clavará sus ojos en los míos llenándome el alma de esa paz infinita que sólo él es capaz de producirme. No se puede amar más a nadie. No se puede sentir más y mejor amada. Es del todo imposible.

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