Un piano

Suena ahora mismo el tema principal de la película "Forrest Gump". Una preciosidad de composición, simple y bellísima, igual que la vida de un ser singular y único como es el protagonista del filme. Uno de esos que te dejan huella para siempre, que te hacen valorar la inocencia y creer en que es posible tener el alma y la mirada limpias, sin doblez alguna, sin rincones, sin segundas intenciones.
Parece que en este mundo ya no hay sitio para la naturalidad y la limpieza en los ojos; todos nos preguntamos qué querrá este que me está sonriendo sin motivo aparente, o para qué me habrá regalado aquel un "¡buenos días!" con tanto entusiasmo... Y así nos va.
La vida es tan, tan simple... y nosotros nos empecinamos en complicarla cada vez más. Lo sencilla y ligera que es la verdad, que siempre acaba flotando y saliendo a la luz, y la de maniobras, malabarismos e intentos de ocultarla que maquinan algunos para ocultarla, sin éxito alguno por otra parte.
La mentira, la maldad, la doble intención tienen siempre la penúltima palabra, porque siempre la última es la verdad que reluce por sí misma, que se transparenta en los hechos y que a veces sale a gritos, dejando en evidencia al Maquiavelillo de turno, afanado en resaltar por encima de los demás, en manipular a todo bicho viviente para salirse con la suya sin mirar a quién atropella o si hace daño a alguien por el camino.
La verdad es limpia, diáfana, brillante y transparente porque no tiene nada que ocultar. No tiene ni necesita velos ni arreglos. Ella es así de hermosa sin nada, pura, clara y cristalina.
Me muevo en un mundo en el que se menosprecia a la verdad y mucho más a quienes queremos ser coherentes con ella. He leído hace un rato que si quieres caer mal a todo el mundo sé honesto, lucha, cumple con tu trabajo, di la verdad y sonríe... ¡vaya receta! Tristemente lo compruebo en mi propia vida, para desgracia de los que no soportan verme feliz (que los hay) y contenta. Lo único que puedo hacer es rezar por ellos, para que de algún modo sean felices como puedan y para que caigan en la cuenta de que su amargura es fruto de su propia ceguera.
"¡Qué buen rey serías en una ciudad desierta!", le grita Hemón a su padre, Creonte, en la Antígona, del genial Sófocles. Qué bien vivirían en una isla desierta todos aquellos misántropos que son incapaces de soportar que alguien sea feliz de una forma que ellos no entienden, o, peor aún, que piensen distinto o actúen distinto, o que crean en lo que ellos no terminan de creer porque no se fían y no son capaces de mirar más allá de sus propias narices.
Un piano lleva sonando desde hace horas, acompañando mis teclas mientras estaba con cánones, artículos y nociones de derecho que pueblan ahora mi día a día. Un piano me lleva a meditar, me trae paz, me permite ponerme en conexión con mi amado Padre del cielo, ese que jamás me dejará sola, que cada día me hace comprobar hasta dónde puedo llegar y que sí, que es cierto, que tengo suelo, pero es más cierto aún que no tengo techo.
Cada día le doy gracias cuando amanezco, cuando me siento a tomarme mi súper desayuno, cuando llego al trabajo y me enfrento con los desafíos de cada mañana, cuando me arrodillo ante el Sagrario y me pongo en comunicación con mi amado Jesús, que está allí, fiel a su cita diaria conmigo, y me escucha, y le escucho; a veces sólo hacemos como aquel sencillo hombre de campo le contaba al Santo Cura de Ars: yo lo miro y él me mira, y no sólo me mira, sino que me taladra y me llega hasta lo más hondo del alma, declarando su amor por mí, revivido no hace muchos días en la Semana Santa. Me amó y se entregó por mí, y resucitó por mí, para asegurarme una vida eterna y feliz a su lado, por siempre a su lado. No cabe más dicha en un corazón humano que saberse querida y esperada por quien creó el universo y ni siquiera cabe en él.
Igual que un piano, terminan mis teclas lentas, pausadas, escribiendo mi declaración diaria de amor por Él.

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