Emociones

"Quien salva una vida, salva al mundo entero". Lo leí no hace mucho en una publicación de Facebook, era una de las escenas finales de "La lista de Schindler". El regalo que le hacen los judíos salvados por Oscar Schindler de una muerte segura en los campos de exterminio nazis es un anillo que lleva grabada esa frase.
Salvar una vida... parece una tarea imposible, titánica, que sólo pueden hacer los héores míticos o los mártires que están en los altares. Sin embargo, es algo cotidiano, que hacemos quizá sin darnos cuenta, pero que aquella persona que se siente salvada por ti sí percibe y suele agradecerte siempre.
¡Cuesta tan poco salvar vidas y qué poco lo hacemos! Una que lleva ya casi veinte años dedicada a esos "pobres de hoy", como calificó el Papa Francisco a aquellas personas que llevan a sus espaldas un fracaso matrimonial, empieza ya a ser consciente de la importancia de mi tarea (no la de mi persona, que soy un pobre botijo viejo, con más remiendos que la rueda de una bici) en el Tribunal Eclesiástico. Aquí no hay sólo "papeles", sobre todo hay "personas", hombres y mujeres que traen sus vidas rotas y medio recompuestas para intentar ser felices en esta vida que les ha tocado en suerte, o en desgracia.
Hay un principio que dice: "Summa lex, summa iniuria", y es cierto. No somos legalistas, ni leguleyos, pero sí que somos serios y nos tomamos el Derecho como hay que hacerlo, pero nunca por encima de las personas, sino al servicio de ellas. El último fin del derecho canónico es la salvación de las almas y he ahí el quid de mi trabajo, el punto irrenunciable. Nos estamos jugando también la nuestra a la hora de tratar con ellos, de ayudarles, de agilizar nuestro trabajo, por más cosas que haya que hacer en casa o en las parroquias o demás encargos que tengan los sacerdotes con los que trabajo, codo con codo y a veces lágrima con lágrima.
Estar en un Tribunal Eclesiástico supone un plus, no ya de ética, sino de fe en Dios, de abandonarse en sus manos porque Él es quien sabe lo que hay que hacer, cómo, cuándo y con quién. Un plus también de oración, de llevar cada día ante el altar cada historia particular, cada drama, cada tragedia vivida en carne ajena y que muchas veces nos toca el corazón como ni se imaginan los que llegan hasta nosotros, que también somos de carne y hueso.
Es curioso cómo las personas van cambiando las expresiones en sus caras cuando vienen hasta mi despacho: desde la primera vez, en la que algunos vienen con más miedo que vergüenza, hasta la última en que los veo por aquí, que suele ser cuando vienen a hacer alguna prueba, ya sea una declaración judicial o una prueba pericial. Sus emociones van aflorando según van hablando conmigo, el lenguaje corporal cambia al mismo tiempo y terminamos hablando como si nos conociéramos de toda la vida. Y eso no es mérito mío, ni muchísimo menos; el mérito es del de siempre, de ese Padre Dios que me envía su Espíritu para que me asista, ponga en mi boca las palabras correctas -sonrisa incluida- y también para que aparezca en mis ojos ese brillo especial que también es prestado.
Emociones. Son lo que más abunda a mi alrededor, en mi mundo, en mi lugar en el mundo, en mi oficio eclesiástico (hay que ver, cómo suena eso, pero es así), que resulta que ha sido mi vocación descubierta, aquella tarea para la que me ha estado preparando el Señor desde que vine al mundo: mi ansia por aprenderlo todo, por preguntarlo todo, por saberlo todo, por contarlo y explicarlo todo a todo el mundo. Aquel enamoramiento del latín y del griego clásico, casi inexplicable en mi entorno y que resulta que ahora me está ayudando lo indecible en mis recién iniciados estudios de teología y derecho canónico. Esa ternura vivida y aprendida en mi casa, de mi bendita madre, que es puro corazón en unas piernas achacosas; esa casi obsesión por el orden, por hacer las cosas bien ("porque pudiendo hacerlas bien, para qué hacerlas mal si además eso implica repetirlas") aprendida de mi bendito padre, hijo de un tiempo de escasez y abuelo perdido en las nuevas tecnologías, pero no en la vida.
Pura emoción es la vida, porque la tenemos por puro y sincero de amor, del más grande que ha visitado la tierra y que se quedó a vivir con nosotros.

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