A medias
Visto y comprobado. No se puede. Al menos, no forma parte de mi condición y de mi adn el dejar las cosas a medias, en cualquiera de los ámbitos en los que me muevo. Aparte de que es más que seguro que lo traía de fábrica, me han educado en que las cosas hay que hacerlas, terminarlas y, a ser posible, bien y a la primera. Estos parámetros marcan -y mucho- la forma de ser de una persona, de modo que uno de mis mayores riesgos es terminar como una maniática del orden y de la sistematización; sin embargo, Dios en su enorme bondad conmigo, también me dotó de un sentido común bien amueblado y, sobre todo, de un sentido del humor poco corriente, de forma que cuando mi obsesión-compulsión intenta salir a flote, aparece una carcajada desde lo más profundo de mi cerebro que me me obliga a caer en la cuenta de lo ridículo de mi comportamiento.
Batallitas psicológicas aparte, en este tiempo que me ha tocado compartir con muchísima gente, estoy siendo testigo de cómo muchas personas tienen miedo a ser felices y se limitan a vivir "a medias", casi a sobrevivir, sin salir de esos sitios, lugares y afectos en los que se sienten calentitos y abrigados. No arriesgan en nada, porque siempre les ha ido bien así y para qué cambiar si así van tirando. Esta actitud me da mucho que pensar, sobre todo me da materia para llevar a la oración, pidiéndole a Dios que les dé una buena colleja para ver si espabilan y se dan cuenta de toda la vida que palpita frente a ellos, de todas las cosas que tienen por hacer, de cómo les llama el sol, la luna, la brisa fresca de la mañana para que descubran el milagro que son todos y cada uno de ellos y, no ya que lo agradezcan a Dios, sino a la vida o al karma, o a quien prefieran. El caso es que despierten de ese letargo, de ese adormecimiento que adocena y amasa a los que no piensan por sí mismos y prefieren que les lleven y les traigan, porque así -entre otras cosas- no tienen ellos que tomar una decisión que implicaría consecuencias a las que hacer frente.
No entiendo la vida a medias. Ya no. No entiendo un día en el que no me enamore de la brisa gélida de la mañana cortándome la cara, esa que me dibuja una enorme sonrisa cuando soy consciente de que ese día lo estoy estrenando yo, para mí, para sacarle todo el partido posible, para amar a todo el que se me ponga por delante y para ser un poco mejor, sólo un poco, tampoco voy a abarcar demasiado en un día.
Vivo a tope cada segundo, cada instante que recibo como un regalo divino (que lo es), cada sonrisa que me regalan, cada beso que me dan, cada abrazo que me estrecha con más o menos fuerza (ayer me dieron uno de los más tiernos que he recibido y supongo que vendrás más después).
Para mí, vivir se escribe ya con mayúsculas y con letras de molde. Para mí, la vida es un regalo inmenso, enorme, con infinitas posibilidades de ser aún más feliz de lo que soy, porque, además, la felicidad siempre se expande cuando se comparte con otros. Estoy en mi época favorita del año, en la que el amor está más a flor de piel, parece que a las personas les cuesta menos trabajo dar abrazos, besos o -lo más difícil de todo- decirte que te quieren.
A medias no voy más que a cenar con mis amigos, ahí sí que tenemos que ir de ese modo. Sólo para compartir alegría, risas y buenas viandas regadas como Dios manda. A medias sí, pero a celebrar que estamos vivos, que nos hemos conocido y que todos formamos parte de la vida de alguien que nos ama de corazón.
Batallitas psicológicas aparte, en este tiempo que me ha tocado compartir con muchísima gente, estoy siendo testigo de cómo muchas personas tienen miedo a ser felices y se limitan a vivir "a medias", casi a sobrevivir, sin salir de esos sitios, lugares y afectos en los que se sienten calentitos y abrigados. No arriesgan en nada, porque siempre les ha ido bien así y para qué cambiar si así van tirando. Esta actitud me da mucho que pensar, sobre todo me da materia para llevar a la oración, pidiéndole a Dios que les dé una buena colleja para ver si espabilan y se dan cuenta de toda la vida que palpita frente a ellos, de todas las cosas que tienen por hacer, de cómo les llama el sol, la luna, la brisa fresca de la mañana para que descubran el milagro que son todos y cada uno de ellos y, no ya que lo agradezcan a Dios, sino a la vida o al karma, o a quien prefieran. El caso es que despierten de ese letargo, de ese adormecimiento que adocena y amasa a los que no piensan por sí mismos y prefieren que les lleven y les traigan, porque así -entre otras cosas- no tienen ellos que tomar una decisión que implicaría consecuencias a las que hacer frente.
No entiendo la vida a medias. Ya no. No entiendo un día en el que no me enamore de la brisa gélida de la mañana cortándome la cara, esa que me dibuja una enorme sonrisa cuando soy consciente de que ese día lo estoy estrenando yo, para mí, para sacarle todo el partido posible, para amar a todo el que se me ponga por delante y para ser un poco mejor, sólo un poco, tampoco voy a abarcar demasiado en un día.
Vivo a tope cada segundo, cada instante que recibo como un regalo divino (que lo es), cada sonrisa que me regalan, cada beso que me dan, cada abrazo que me estrecha con más o menos fuerza (ayer me dieron uno de los más tiernos que he recibido y supongo que vendrás más después).
Para mí, vivir se escribe ya con mayúsculas y con letras de molde. Para mí, la vida es un regalo inmenso, enorme, con infinitas posibilidades de ser aún más feliz de lo que soy, porque, además, la felicidad siempre se expande cuando se comparte con otros. Estoy en mi época favorita del año, en la que el amor está más a flor de piel, parece que a las personas les cuesta menos trabajo dar abrazos, besos o -lo más difícil de todo- decirte que te quieren.
A medias no voy más que a cenar con mis amigos, ahí sí que tenemos que ir de ese modo. Sólo para compartir alegría, risas y buenas viandas regadas como Dios manda. A medias sí, pero a celebrar que estamos vivos, que nos hemos conocido y que todos formamos parte de la vida de alguien que nos ama de corazón.
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