Té para dos

Es la melodía, cadenciosa y rítmica que me impide estar quieta, aun escribiendo esta entrada, que ahora mismo deleita mis tímpanos. "Té para dos", un título perfecto para esta preciosa y radiante mañana de martes, que ni te cases ni te embarques, pero precisamente hoy el Señor me dice lo contrario: "¡Embárcate, Lola! ¡Súbete y disfruta del batir de las olas, de ese ritmo que no te deja quieta!" Y tiene razón, qué le voy a hacer si me muero por él, por verle los ojos un día, cuando él crea conveniente.
Estar enamorado es lo mejor que te puede pasar en la vida; importa un bledo si eres correspondido o no, porque incluso así, sin esperanza alguna de que un día su mirada y la tuya se crucen y estalle el big bang, te sientes palpitantemente viva, feliz, con un brillo en los ojos que ya quisiera más de uno tener al menos una vez en la vida. Y yo lo he disfrutado bastantes veces, a pesar de que luego suele llegar la nube negra, plomiza y mala sombra que te tapa el sol durante el instante en que pones los pies en el suelo y te caes de la ilusión. Pero no hay mal que cien años dure y enseguida te repones, te levantas sobre los tacones y sigues amando, de otro modo, pero ahí sigues. El amor no pasa nunca, lo dijo San Pablo y es cierto: jamás se quita, no se deshace del todo cuando has conseguido perdonar y pasar página; queda la paz, la calma y la tranquilidad de haber amado como es debido, sin reservas, sin pensar en el mañana y sin miedo al desengaño.
El amor, ese sentimiento al que tantas veces he escrito cartas, poemas y cantado, es como la música: te embarga, te abraza, te besa, te lleva incluso al éxtasis y, como una pluma, te va depositando en el suelo poco a poco, hasta que te puedes sostener por ti misma.
Pero hay un amor que es mucho más intenso, potente e inmenso que el humano: el que se siente delante de Él, de rodillas, dejándose llenar de su voz, cálida, potente y cariñosa, que te habla. Sí, te habla, no estoy loca ni bebida; cuando, después de mucho tiempo, se consigue hacer silencio en el corazón, aparcar los temas diarios, los problemas que nos agobian y le dejamos, nos habla al corazón y nos dice palabras de amor, requiebros de enamorado a veces que me sacan los colores del alma y me hacen caer cada vez más rendida en sus brazos. Es tan grande su amor, su dedicación a mí, el cariño con que me abraza tantas veces hasta hacerme erizar el cogote, que no puedo menos que corresponder con todas las fuerzas y con toda mi alma. Es mi vida, mi amor, mi... se me quedan cortas las palabras, muy cortas.
Sin ir más lejos, hoy me ha hecho un regalazo sorpresivo de los buenos. Al ir a misa, tempranera como pocas veces, me he encontrado con mi requiebrador de hace una semana y no me lo podía creer. ¡Dos veces! Y la segunda de ellas en mi media hora favorita del día, Misa de acción de gracias para empezar el día no está nada mal. Y el salmo que hemos cantado me venía como anillo al dedo: "Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad", pues nada, que para eso está una aquí, en esta bendita tierra, rodeada de gente estupenda que me quiere y a la que amo con todo mi corazón. Al terminar, he entrado para saludarle: "Prosit!" y me ha obsequiado con una gran sonrisa y un "¡Me alegra verla otra vez!" Ya hemos hablado un poco más de cómo me van las cosas y me ha dicho, cogiéndome las manos, "no pierda la calma por los estudios", dándome ánimos en este pedazo de aventura que acabo de iniciar. Con dos besos de verdad, nada de dar moflete contra moflete, nos hemos despedido hasta que Dios quiera que nos encontremos de nuevo.
Con semejantes regalos en un martes de octubre, ¿qué le voy a decir a mi amor verdadero? ¡¡Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad!!

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