El guiño

Mientras Antonio Carmona me canta y pregunta si es para mí ese problema, me pongo a las teclas con un ansia desconocida en mí. Desde el momento en que atisbé su guiño mañanero en forma de amanecer de naranjas, violetas y azul cobalto desde el fondo de la Carrera, mis dedos comenzaron a moverse, escribiendo en el viento cómo me estaba mirando, cómo me susurraba al oído un "Te amo" incomparable, una promesa de amor infinito que me envolvió y devolvió a mi natural alegría desbordante.
Sí. Ha vuelto a suceder. Era como una sombra en estos días, llena de inquietudes, promesas aún en el aire y que empezarán a tomar forma -si Dios quiere- a partir de la semana próxima y de pistas abandonadas por el camino para ver si soy capaz de resolver el mayor de mis actuales enigmas. Todo ello lleva a una inquietud casi olvidada en mi corazón y le da muchas, muchísimas alas al "problema" y tan pronto opino lo que mi querido Antonio Carmona, "igual mejor dejarlo como ayer", como me digo a mí que de eso nada, que merece la pena sumergirme en ese bendito problema aun sin saber nadar, y que sea lo que Dios quiera mientras canto otra de Ketama: "No estamos locos, que sabemos lo que queremos".
Guiños que me haces siempre, con esa sonrisa burlona, ese ojo guiñado y esa ceja levantada hasta el infinito y más allá; cómo te gusta reírte a costa mía, viéndome pedirte luz para leer un mapa ilegible para mí, que nací sin gps y me pierdo en mi propia casa.
Guiños en forma de músicas que "casualmente" llegan a mis oídos, palabras dejadas caer así, como quien no quiere la cosa, o incluso dejadas por escrito y que me soliviantan hasta lo más hondo de mi ser.
Guiños que sólo traslucen tu inmenso amor por mí, tus ansias infinitas de mi felicidad, de verme saltar por los aires, envuelta en un eterno magníficat, a mil acciones de gracias por minuto. Hoy es miércoles, sí, pero mañana es fiesta, y fiesta de la Bendita Madre de Dios, a la que ya pido por este país nuestro, cainita y dividido como en sus mejores tiempos... ¡ten paciencia con nosotros, Señor! Ya sabes cómo somos y lo que nos gusta liarnos a mamporros unos contra otros.
Y sigue Ketama sonando, y ahora me dice que se dejaba llevar por mí, que no esperaba más y ni espera si no es por mí... ¡qué bonito cantan, Señor! Recuerdos de una juventud cronológica ya pasada hace tiempo que me hacen caer en la cuenta de que la juventud puede ser eterna en el corazón; al menos el mío lo es, como si ahora estuviera recuperando un tiempo y una oportunidad que perdió hace años, pero que ha reencontrado gracias a comprender la realidad del amor, ese sentimiento tan profundo del corazón, ese terremoto con un epicentro tan abajo a veces que no se deja ver por fuera, pero otras, ¡ay, madre! Esas otras veces en que el epicentro se da un paseo y se queda casi en la superficie, vienen los temblores, los balbuceos, la risa floja, ese ser incapaz de mirar al otro a los ojos porque temes que se te salga eso que no quieres decir pero estás ansiando oír...
El amor, el motor que de verdad mueve el mundo, esa vida que bulle a borbotones por nuestras venas y que nos hace subir la presión, la tensión y la intensidad de la mirada a la vez que nos hace bajar la voz para susurrar en silencio, al oído esas dos palabras que deseamos escuchar siempre del otro, esas dos palabras que a veces nos cuesta tanto decir a nosotros mismos ("yo no empiezo, que me lo diga antes él..."). Dos palabras que pueden cambiar la realidad de dos vidas y, por extensión, las de aquellos que les aman y se alegrarán con ellos y también se entristecerán con ellos. Dos palabras que desde aquí he dicho un montón de veces -y las que me queden- al que me trajo a este mundo y me demostró que soy su hija querida y mimada, que cada mañana me da los buenos días con un precioso amanecer y que hoy me ha hecho un guiño de violetas, rosas y cobalto. Queridísimo Padre Dios: Te amo.

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