Camino a casa

Así te titula la canción que Lori Mechem toca magistralmente en su piano. Me hace imaginar a alguien sentado en un tren, de vuelta a casa precisamente, mirando a través de la ventana cómo las líneas pasan rápidamente a su lado, mirando más bien al infinito, a esa ninguna parte a la que dirigimos la mirada cuando pensamos y nos ensimismamos, llegando hasta lo más hondo del corazón, analizando lo que acabamos de vivir o eso que no se nos termina de ir de la cabeza.
Momentos de soledad acompañada, necesarios siempre para poder colocar cada cosa en su sitio, cada persona en el lugar correcto de nuestro corazón o, también, para cambiar de prioridades en nuestra vida o en nuestras relaciones.
Cuando la vida te zarandea, te pone patas arriba lo que ya tenías colocado, cuando te solivianta los interiores más profundos porque de repente ha surgido algo que ni te esperabas ni pensabas que podría ocurrir algún día, siempre es necesario un tren que te lleve de vuelta a casa, que te permita ese rato de meditación, de acción de gracias a Dios porque ese zarandeo, ese huracán que ha pasado por tu vida y te ha descolocado todo lo que tú tenías tan bien puestecito, es una bendición, una manera que tiene el Señor de decirte: "¡Espabila! ¿No te das cuenta que se te pasa la vida poniendo orden en el orden? ¿No te das cuenta de que te doy una oportunidad de ser aún más feliz con este vendaval de viento fresco que ha inundado tu casa?"
En ese momento, de vuelta a casa, es posible que decidamos dejarlo todo como estaba, sufriendo muchísimo hasta colocarlo todo en su posición original... o bien, que optemos por lo nuevo, por lo fresco, por tomar esa oportunidad que puede ser el principio de un bien mayor, una ocasión de abrir horizontes, de mirar de par en par al mundo, a ese nuevo trabajo, a esos nuevos estudios, a esa nueva persona que ha entrado en nuestra vida o -también es posible- que siempre ha estado ahí y hasta ahora no nos hemos percatado de su importancia en nuestra vida.
De vuelta a casa, cada tarde, lo primero que hago es dejar en manos de Dios todo lo vivido en el trabajo y le encomiendo los asuntos pendientes y los de más difícil resolución, también los sencillos porque, como Él soluciona las cosas no es capaz de hacerlo nadie, porque con Él se estiran las horas del día y me da tiempo a hacer mucho más que si me fío de mi reloj y de mi propia agenda.
Cada vez que le he encomendado algo, me ha dado luz suficiente, herramientas para poner soluciones realmente buenas; siempre he acertado a la primera cuando buscaba palabras, argumentos o cualquier otra cosa; con él a mi lado siempre es todo más fácil, hasta los momentos de mayores nervios o inquietud en mi vida, cuando ningún humano puede ayudarme más allá de rezar por mí o de ofrecerme su consuelo o su estar a mi lado en silencio.
Camino a casa, vuelta al hogar, a ese refugio que todos tenemos y que es nuestro castillo, donde nada malo puede ocurrirnos, donde nos sentamos en el sofá, arrebujados en esa manta de otoño (a ser posible, de cuadros) que nos conforta y nos da la calidez del amor de una madre, junto a la que nunca nos puede pasar nada malo porque ella es la seguridad en persona. Ese regazo eterno donde podemos descansar y reclinar nuestra cabeza mientras le contamos ese problema tan gordo que tenemos (¡qué problemas teníamos en la niñez, en el colegio, tan gravísimos! y cómo ella, acariciándonos la cabeza, escuchándonos con toda la paciencia del mundo, nos decía siempre lo mismo pero nunca sonaba igual: "Tranquilo, que no pasa nada; verás cómo mañana todo está arreglado".
Camino a casa, cuando ya somos mayores, cuando se supone que tenemos herramientas y capacidad suficiente para solucionar nuestros propios problemas, mientras suena un melancólico piano de fondo, pensamos en llegar al regazo de mamá para contarle las maravillas que Dios ha hecho con nosotros en este día y dar gracias a Dios por tenerla a nuestro lado, por ese regalo tan inmenso que nos dio en forma de mujer.

Comentarios

Entradas populares