Bring him home

Preciosa la canción, o, mejor, oración de Los Miserables.
Tráele a casa, Señor, tráele de vuelta al hogar,
de donde jamás se debió ir,
pero su juventud le traicionó:
sus ansias de volar sin ataduras
fueron más pesadas que su sensatez
y, cual Ícaro de la cibernética, cayó
en su propia telaraña de mentiras creídas
en su joven inocencia,
perdió el norte, perdió el sur,
el este y el oeste,
lo perdió todo en la oscuridad
del oscurantismo y la intolerancia,
se perdió a sí mismo en sí mismo,
enrocado en la cerrazón del error.
Y Tú, como siempre, Tú
y sólo Tú,
con tu constante caricia,
con tu amor sin fisuras,
con ese modo que tienes de tocar el corazón,
le arrullaste en su noche,
le arropaste en su frío caminar,
vagando, solo, en la noche de la increencia,
con el martilleo constante de ese,
sí, de ese acompañante que llevamos siempre,
y que le decía: "Recuerda quién eres".
Hasta que un día, un bendito día,
pusiste en práctica ese plan b,
ese modo de escribir derecho
con tanto renglón torcido,
con tanto bolígrafo sin tinta,
con esa letra tan maravillosa tuya,
la del amor, la de la ternura,
la de la acogida sin fin,
la de la misericordia infinita que regalas,
y, Tú sabes cómo fue:
se paró en seco.
Recapacitó.
Pensó y pensó.
Y, por fin, después de tantos años,
Lloró por sí y por Ti.
Lloró las lágrimas de años pasados,
de futuro sin horizonte porque era sin Ti,
y volvió en sí.
Y volvió a casa, lloró más que antes,
pero la alegría inundaba sus ojos
y Tú llenabas su alma.
¡Qué poco nos pides y cuánto nos das!

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