Manolo
Hace unos meses un amigo muy querido me regaló un burrito de marmolina. Es una preciosidad, con su sombrero de paja, los ojos bizcos y la lengua fuera, relamiéndose del último almuerzo. Ya vino con una tara, y es que mi amigo se lo metió en el bolsillo y el pobre Manolo perdió una de sus patas. Sí, se llama Manolo porque yo le pongo nombre a algunos de mis más queridos regalos en forma de figurillas. A lo que iba, el pobre ya venía cojitranco "de serie"... posteriormente me di cuenta de que también había perdido la cola en una de sus muchas aventuras pasadas (al menos, así me lo imagino). Con un buen pegamento le coloqué la pata y le puse fixo alrededor, a modo de refuerzo.
No habían pasado ni dos semanas cuando llegó el Adviento y coloqué a Manolo como personaje en mi belén particular del despacho. Pocos días después, un compañero -que va como los ciclones, sin mirar dónde pisa o pasa- le dio tal golpe a mi belén que Manolo salió disparado y ahí sí que se lió buena... las patas traseras y las delanteras, las orejas, el sombrero...
¡Pobre Manolo! Se parecía más al Guernica de Picasso que al burrito que yo tenía en el despacho. El amigo que me lo regaló estaba presente cuando el desastre y rápidamente se ofreció a buscar un sustituto, porque no veía arreglo posible. Y en ese momento me vino la inspiración divina: Manolo es una metáfora de mí, de la vida que da golpes sin ton ni son, rompe miembros, almas y corazones y no se vuelve a ver el destrozo que ha hecho, y ni tan siquiera pide disculpas por el desaguisado... sigue adelante sin mirar atrás y nos quedamos rotos como Manolo...
Pero no termina ahí la cosa, porque siempre hay Alguien que se niega a sustituirme, a buscar otra que esté nueva y reluciente, y recoge los pedazos que quedan para recomponerme. Así hice yo con mi Manolo: recogí los pedazos del suelo (uno se perdió, la parte de arriba de una de las pezuñas traseras; igual que también perdemos cosas nuestras por el camino), busqué el pegamento ese tan bueno y, con paciencia, fui pegando las piezas en su lugar. Manolo está ya en su sitio, a mi lado, con el fixo que refuerza las junturas pegadas, su sombrero de paja recompuesto y algo que no perdió en ninguna de sus batallas: la sonrisa burlona y esa lengua fuera, que sigue relamiéndose de su último triunfo, cuando no lo di por perdido y le recompuse, porque forma parte ya de mi vida y de mi día a día en el trabajo.
Como Manolo, yo estoy recompuesta y mi corazón está repegado por mil sitios, pero en cada unión hay un refuerzo especial de amor de Dios. No nos engañemos, ése es el pegamento que recompone nuestro corazón cuando se lo ofrecemos, todo roto, a Él. El Señor es único para pegar lo que estaba roto, lo recoge del suelo, lo va colocando con mimo en su sitio y añade muchísimo más amor cada vez, para que no se rompa de nuevo. Seguro que habrá nuevos rotos porque la vida es así y nosotros somos de barro, y cada vez que acudamos a Él llorosos, quejosos después de la caída o el tropezón o la metedura de pata, y arrepentidos, él volverá a hacer lo mismo; con más amor cada vez porque cada vez que repetimos y nos acercamos para confesarle lo torpes que somos y la de veces que nos caemos, a veces tropezando en el mismo sitio, él nos multiplica su misericordia y su amor para evitar nuevas caídas.
Semanas después de la llegada de Manolo, mi querido amigo me trajo una compañera para él, y le puse el nombre de Marta, no sé por qué, pero es el primero que me vino a la cabeza en cuanto la vi. Desde aquel día, los dos me miran cada vez que llego al despacho y nos dedicamos un cariñoso "buenos días nos dé Dios", ellos con su mirada de marmolina, yo con todo el amor de mi corazón por ese amigo que los trajo a mi vida, porque cada vez que los miro, sobre todo a Manolo, me acuerdo de mí misma y de mi pobre condición de mortal, hecha de barro y recompuesta muchas veces (y las que me queden) por aquél que más me ama del mundo: mi Padre Dios.
No habían pasado ni dos semanas cuando llegó el Adviento y coloqué a Manolo como personaje en mi belén particular del despacho. Pocos días después, un compañero -que va como los ciclones, sin mirar dónde pisa o pasa- le dio tal golpe a mi belén que Manolo salió disparado y ahí sí que se lió buena... las patas traseras y las delanteras, las orejas, el sombrero...
¡Pobre Manolo! Se parecía más al Guernica de Picasso que al burrito que yo tenía en el despacho. El amigo que me lo regaló estaba presente cuando el desastre y rápidamente se ofreció a buscar un sustituto, porque no veía arreglo posible. Y en ese momento me vino la inspiración divina: Manolo es una metáfora de mí, de la vida que da golpes sin ton ni son, rompe miembros, almas y corazones y no se vuelve a ver el destrozo que ha hecho, y ni tan siquiera pide disculpas por el desaguisado... sigue adelante sin mirar atrás y nos quedamos rotos como Manolo...
Pero no termina ahí la cosa, porque siempre hay Alguien que se niega a sustituirme, a buscar otra que esté nueva y reluciente, y recoge los pedazos que quedan para recomponerme. Así hice yo con mi Manolo: recogí los pedazos del suelo (uno se perdió, la parte de arriba de una de las pezuñas traseras; igual que también perdemos cosas nuestras por el camino), busqué el pegamento ese tan bueno y, con paciencia, fui pegando las piezas en su lugar. Manolo está ya en su sitio, a mi lado, con el fixo que refuerza las junturas pegadas, su sombrero de paja recompuesto y algo que no perdió en ninguna de sus batallas: la sonrisa burlona y esa lengua fuera, que sigue relamiéndose de su último triunfo, cuando no lo di por perdido y le recompuse, porque forma parte ya de mi vida y de mi día a día en el trabajo.
Como Manolo, yo estoy recompuesta y mi corazón está repegado por mil sitios, pero en cada unión hay un refuerzo especial de amor de Dios. No nos engañemos, ése es el pegamento que recompone nuestro corazón cuando se lo ofrecemos, todo roto, a Él. El Señor es único para pegar lo que estaba roto, lo recoge del suelo, lo va colocando con mimo en su sitio y añade muchísimo más amor cada vez, para que no se rompa de nuevo. Seguro que habrá nuevos rotos porque la vida es así y nosotros somos de barro, y cada vez que acudamos a Él llorosos, quejosos después de la caída o el tropezón o la metedura de pata, y arrepentidos, él volverá a hacer lo mismo; con más amor cada vez porque cada vez que repetimos y nos acercamos para confesarle lo torpes que somos y la de veces que nos caemos, a veces tropezando en el mismo sitio, él nos multiplica su misericordia y su amor para evitar nuevas caídas.
Semanas después de la llegada de Manolo, mi querido amigo me trajo una compañera para él, y le puse el nombre de Marta, no sé por qué, pero es el primero que me vino a la cabeza en cuanto la vi. Desde aquel día, los dos me miran cada vez que llego al despacho y nos dedicamos un cariñoso "buenos días nos dé Dios", ellos con su mirada de marmolina, yo con todo el amor de mi corazón por ese amigo que los trajo a mi vida, porque cada vez que los miro, sobre todo a Manolo, me acuerdo de mí misma y de mi pobre condición de mortal, hecha de barro y recompuesta muchas veces (y las que me queden) por aquél que más me ama del mundo: mi Padre Dios.
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