Por ti yo iré

Volvemos a la música. Una preciosa canción de Diego Torres se titula así: "Por ti yo iré, a donde quiera que me lleve tu alma", dice en el estribillo. Ritmo para bailar sin parar y una letra preciosa que te hace pensar: "Seré el guardián de tu sueño/ seré el guardián de tu besos" y cosas tan hermosas como éstas, que te llevan a pensar dónde estará ese "príncipe" que te diga eso al oído...
La de locuras que es capaz de provocar el amor por alguien, ir al fin del mundo y más allá sin pensarlo un instante como un Indiana Jones en busca del arca perdida para ofrecerla a esa persona tan especial para una.
El amor, esa emoción tan profunda, visceral y verdadera que puede hacernos renunciar a muchas cosas que antes parecían irrenunciables. Esa emoción tan fuerte que una vez que se asienta y pasa el huracán, da paso a algo mucho mejor y más profundo: el amor de verdad, el que antepone las necesidades del otro a las propias, el que nos lleva a ser incapaces de imaginar la vida sin esa persona tan concreta y tan sumamente especial para mí. Aunque, para ser sincera, no siempre es un vendaval, a veces es una lluvia mansa, cual Zeus en uno de sus escarceos con resultado de semidiós en la tierra, que te va penetrando y calando hasta los mismos huesos y, cuando te quieres dar cuenta, ya estás empapado y entonces sí que resulta difícil asumir ese estado...
Supongo que a cada uno de los que leáis esta entrada y hayáis sido "víctimas" de un enamoramiento os habrá sucedido algo parecido o completamente distinto a lo que cuento. El caso es que, una vez que te has enamorado de verdad de alguien, la vida ya no vuelve a ser la misma; ya has probado ese licor suave que resulta un veneno, según Lope de Vega en su precioso soneto sobre el amor ("beber veneno por licor suave/ eso es amor, quien lo probó lo sabe") y que recomiendo que disfrutéis, a ser posible leyendo en voz alta, que la poesía (y más la que tiene prosodia, como un soneto) se escucha y entiende mejor así.
El paso del amor humano nos deja un poso en el alma; a veces su recuerdo -cuando se ha perdido por una u otra razón- nos viene como una bocanada amarga de malos tiempos, pero la mayoría de las veces, y ahora hablo yo, me trae el recuerdo de la emoción de aquel roce de manos, aquella caricia o aquel primer beso y con ellos la sonrisa nostálgica de aquella juventud que se fue, y que buen viaje lleve.
Ahora, a mi mitad de la cuesta de la vida, cuando ya empiezo a bajar el cambio de rasante de los cincuenta, miro atrás y lo veo con cariño, como la mujer que soy y que pasa las hojas de un viejo álbum de fotos que ya empiezan a amarillear por sus bordes. Ahora el amor es distinto, al menos yo lo veo distinto, con mucha distancia, como algo muy lejano que veo a mi alrededor y que en el caso de los jóvenes estudiantes abrazados que veo muchas mañanas cuando voy al trabajo, evocan despertares y sueños con ansia de cumplimiento.
Doy gracias a Dios por haber vivido la experiencia del amor humano, de saber lo electrizante que puede ser un roce de una mano, o del escalofrío que puede producir un beso o el rodearme la cintura con su brazo... Ya lo he dicho en alguna ocasión, que el amor humano es trasunto del divino, y éste es inmensamente más grande, aunque la parte física no exista tal y como uno puede pensar; la parte espiritual es indescriptiblemente hermosa, la plenitud que se puede vivir cuando el objeto de tu amor es Él, no hay con qué compararla. Tenerlo en mi mano un instante cuando me acerco a comulgar y luego, dentro de mí; ser uno con Él por un momento cada día supone la más sublime declaración y promesa de amor que jamás nadie podrá hacer por nadie. Él prometió quedarse hasta el final de los tiempos y lo está cumpliendo; cada día, cada mañana, se viene conmigo un rato y me hace la mujer más feliz sobre la faz de la tierra.

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